Cuento de Carnaval: Son los charcos de un lugar
Alfredo Baldovino B.
El niño abre la reja de su casa con precaución, mira hacia todos lados y camina en línea recta buscando la tienda que está del otro lado de la carretera, con la misma actitud del soldado que avanza por la selva en el campo del enemigo. Distingue desde lejos a un grupo de hombres disfrazados de viudas, pidiendo dinero a los transeúntes con un llanto falso por la muerte de un tal Joselito, pero no es de ellos de quien huye.
Tampoco del gorila con músculos de trapo que corre calle abajo perseguido por un grupo de perros, ni del enano de mentira que baila por las monedas de un par de borrachos. Lo tienen sin cuidado las numerosas caretas que van y vienen, los fingidos indios Zuluk, y el hombre que se tambalea por todo el andén con la punta de un cuchillo de plástico que parece atravesarle la cabeza de un lado a otro. No es por él por quien van.
Llega ileso al mostrador, mete los huevos en una bolsa de papel y emprende el camino de vuelta. Es muy tarde para correr cuando se ve al frente de la verdadera amenaza: un grupo de 20 adolescentes, con los suéteres hecho piltrafas y sucios de barro, que lo sujetan por los brazos y los pies, indiferente a sus ruegos y pataleos, y lo revuelcan largamente en un charco de agua sucia.
El niño regresa a su casa llorando, con el obsequio final de la pandilla visible en su cabeza: un pedazo de cáscara de huevo pegada a la coronilla y un salivazo de yema surcándole la frente. La caterva de adolescentes espera una nueva víctima en las cercanías del charco, sirviendo esporádicos tragos de un aguardiente barato, y tirando pases de champeta, cuando ve avanzar, echando humo por los oídos, al hermano mayor del niño, no más grande, ni más musculoso, ni más viejo que el mayor de todos ellos.
Su aspecto es tan temible que todos se quedan inmóviles, y desaprovechan la papaya, incluso, de raptar a un par de pelados del barrio vecino con quien tienen un asunto pendiente desde los carnavales del año pasado, cuando la guerra de bolsitas de agua sucia y sangre de pescado. Todos lo recuerdan. El hermano del niño no tiene que acercarse demasiado para obligar al dueño de la casa a bajarle el volumen a su equipo de sonido:
-¡Eche, cuál es el viaje de ustedes, no me joda! ¡Meterse con un pelaíto que no les ha hecho nada, que no se mete con nadie, que está en otro cuento!
-Ey, Daguito, cálmate –lo interrumpe el más pacifista del grupo, enfundado su cráneo en una peluca con forma de afro.
-¡Cuál cálmate ni que nada, loco!
-Cógela suave. Todo bien.
-No, ningún todo bien, viejo Piter, así no es la película, tú sabes que así no es la película.
Crecido aún más con el talante confundido del resto de muchachos, sigue paseándose en frente suyo, como el comandante de una tropa de reclutas, hasta que al final encuentra nuevas palabras con qué seguir reconviniéndolos:
-¡Eche sí, loco! ¡Sean serios! ¡Mírense!: no les da ni pena. Tan viejos y con culo de relajo. Tanta vaina productiva que hay que hacer para que ustedes se pongan a perder el tiempo jodiéndole la vida a todo el que pasa. ¡Mandan güevo!
La tropa está sinceramente avergonzada. Algunos de sus miembros patean piedras con la cabeza enterrada entre los hombros, y otros desarman bolitas de barro que luego vuelven a amasar negligentemente. Daguito está satisfecho con el tácito arrepentimiento de que dan muestra, y cumplida la labor de cantarles en su cara las verdades que se tienen merecidas, se dispone a dar media vuelta para volver a su casa. Es en ese momento cuando uno del grupo, al que apodan El Mojarra se zafa de los que quieren controlarlo, para espetarle:
-Bueno, ven acá, loco. Cuál es la película de terror que quieres montar aquí.
-Hey, Mojarra… –dice el del afro
-No, suéltame. Habla. Cuál es tu película. Habla, que ya me hiciste botar el chupo.
-Ninguna película, mi llave –dice Daguito sin acobardarse- Las vainas son como son.
El Mojarra aprieta los puños y da un rodeo en torno a él.
-Psssssss. Aquí no vengas a tirártelas de chachito –dice-, aquí no vengas a tirártela de chachito porque se te puede caer el muro encima.
¿Caérsele a uno un muro encima? Es la primera vez que Daguito escucha esa expresión, pero no tiene que darle mucha vuelta al asunto para darse cuenta de que esconde una temible amenaza. Ahora el resto de muchachos parece abandonar la actitud negligente de hace un momento para aprobar en silencio cada una de las palabras del Mojarra.
-Ningún chachito, mi vale –dice Daguito- Ustedes tienen que aprender a respetar.
-Qué respeto ni que nada –prosigue El Mojarra- A todo el que ha pasado por aquí lo hemos metido en el charco y nadie ha dicho nada. Tú eres el único que ha venido aquí a montar cultura.
El resto de muchachos se mueve a pasos lentos pero decididos en una actitud nada amistosa y Daguito empieza a retroceder.
-Pero no todo el mundo está en el mismo cuento –dice- O qué. ¿Es acaso obligación que uno ande en las mismas de ustedes? O es que uno tiene que morirse de hambre y encerrarse con candado en la casa porque a ustedes les da la gana. Pssssssss: vej a cagar.
El Mojarra se altera:
-¡Eche y no es martes de carnaval! –dice- ¡Eche y tú no sabías cómo es que iban a ser las cosas hoy en el barrio! ¿Entonces? ¡Pa qué dejaron salir a tu hermano! ¡Por qué no viniste tú mismo a la tienda!
Daguito hace un último intento por detener el ataque inminente y trata de balbucir algo, pero el grupo no está dispuesto a más prórrogas. Alcanza, no obstante, a gritar antes de adivinar sus intenciones y poner los pies en polvorosa:
-¡Hey, esa es barro!
Al doblar la esquina se cansa y cae al suelo. Ahora sus pies están lejos del piso y su cabeza está inexorablemente vuelta hacia el cielo azul.
-¡Sano, sano! -sigue gritando-, déjenme sano.
El equipo de sonido ha vuelto a prenderse y la comitiva avanza con su trofeo por todo el centro del viejo parque. Alguien le da vuelta al grifo y la manguera escupe un chorro de agua en la improvisada cuneta. Luego los muchachos gritan al unísono:
-¡Al charco!
-Eeeeeeeeeeeeh!