El miedo acompaña a Herta Muller

La ganadora del Premio Nobel de Literatura habló sobre su vida, el oficio de ser escritora, y el tema recurrente en su obra y en su vida: el miedo.
 
Foto: /
POR: 
Dominique Rodríguez

Herta Muller. Fue un personaje difícil, nada obvio, provocador solo para el que quisiera meterse en su mundo, compleja a pesar de, o justamente por, referirse casi con obsesión a las plantas en lugar de las personas, pues fue con las únicas con quien pudo establecer un vínculo. Elemental para quien quisiera quedarse sólo en ese nivel. Quizá algunos hubieran preferido oírla hablar de política en lugar de su infancia abandonada por esos padres campesinos que salían a trabajar. Y sin embargo, justamente allí radica su poder.

En esas imágenes simples que describen su temeraria soledad, su definitiva ausencia del mundo en aquellos primeros años de vida. Le tenía un gran resentimiento al sol, cuenta con esa ternura que se le cuela en sus imágenes duras, porque le parecía inconcebible que éste le ofreciera un ocaso hermoso al dictador Ceaucescu en su casa de verano en la playa.

Es radical. No me gustan los perros, dice. Será porque a sus amos les gusta demasiado dar órdenes, explica con esa sonrisa irónica que se le desprende con frecuencia. Por eso en Alemania hay tantos perros, chilla silenciosamente. Habla así. De frente.
¿Cómo empezó a escribir?

(Se queda pensando, encorvada, pequeña como es, envuelta en su suéter negro delgado, que acompaña el resto de su ropa enteramente negra, de pies a cabeza, incluso la tira de su brasier que se revela insolentemente por un instante. Le cuesta hablar, y, como lo dirá en un momento dado, confiesa que siente mejor escribiendo que tratando de explicar los por qués. De hecho, lo que se le viene a la cabeza con frecuencia de inmediato al hacérsele una pregunta es ¿Y yo qué voy a saber? Para luego lanzar alguna teoría interesante sobre su propia historia)

-Nunca quise ser escritora, quise ser peluquera, pero en e bachillerato me interesaron los libros; cuando era niña no había libros en mi pueblo, solo al terminar el año los mejores estudiantes ganaban libros, pero eran para libros ‘tipo stalin’, así que mi mamá ponía estos libros como portaollas. Sin embargo, cuando llegué a la ciudad los que leía se fueron convirtiendo en mis amigos, tenía una sed enorme por aprender, me di cuenta que toda una vida se puede plasmar sobre un papel. Empecé a escribir en medio de una situación dura. Me sentía sola, no sabía bien el idioma, me sentía rara, y empecé a sentir una terrible nostalgia del pueblo de dónde venía pese a que no me gustaba (en un momento dado dice que cuando leyó Cien años de soledad, en su adolescencia, sintió que Macondo era el pueblo donde había nacido). Al mismo tiempo, mi papá, con quien no tenía la mejor relación, murió, así que sentí que empezaba de cero este vínculo con la ciudad y empecé a preguntarme qué era eso que echaba de menos de mi pueblo, qué había sido mi niñez, por qué se hablaba tan poco en el campo.

Miedo.
Esa será una palabra que se colará permanentemente en su discurso.
-El silencio también es una forma grandísima de comunicación. Aprendimos a leer los gestos. Cuando vives en un régimen dictatorial, es necesario que aprendas a callar. Es un estado de cálculo permanente, de desconfianza permanente.

Solo así, viéndola, es posible entender la frase concluyente que bota: La sensación de inseguridad es lo más importante cuando se escribe.

Y allí, en ese lugar, radica esa vida que se entrevé en sus textos, esa ansia de vida combinada con una profunda desazón por la brutalidad del hombre, en la fragilidad de una existencia que no tiene ninguna garantía de un mañana. Con todo, es justamente allí, en la palabra escrita, donde se siente a salvo. Sola con ella misma, porque ni siquiera Dios es su consuelo.

         

INSCRÍBASE AL NEWSLETTER

TODA LA EXPERIENCIA DINERS EN SU EMAIL
enero
27 / 2013