“Si algo soy en la vida se lo debo a mis canciones”, Leandro Díaz

Leandro en el patio de su casa. "El acordeón era de todo el Magdalena. Era popular en todos los pueblos. Se escuchaba desde Riohacha hasta Plato. Y hoy le han dado el nombre de vallenato por una rosca, que quiere dar la impresión de que es solo del valle del Cesar".
 
“Si algo soy en la vida se lo debo a mis canciones”, Leandro Díaz
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Leonel Giraldo

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 186 de septiembre 1985

La llovizna descendía entre la noche describiendo una delicada comba. Era una brisa casi imperceptible, como formada de ripio de plumas. Bajo los chorros de luz de los reflectores tomaba la forma centelleante y ondulada de una cortina china de hilos de plata.

Arriba, en la tarima, en medio de este impresionante decorado, estaba Leandro Díaz. Abajo, en la primera fila, aparte de la multitud, se hallaba un séquito oficial que encabezaban el presidente, un expresidente de la República, algún ministro, el gobernador del Cesar y el alcalde de Valledupar.

Además se encontraban algunos de los más altos funcionarios de las inmensas maquinarias burocráticas que se manipulan desde Bogotá. Y también los barones de una sinarquía regional de latifundistas, cultivadores de algodón y ganaderos, contrabandistas y sembradores de marihuana.

La escenografía impregnaba la noche de un aire ceremonial. Leandro Díaz cantaba y tocaba una guacharaca. Lo acompañaba el acordeonista de toda su vida, su compadre Toño Salas. Y un muchacho no muy conocido, que golpeaba con sus manos la caja. Cualquiera hubiera podido tomar aquella fastuosa sacralización además del esplendoroso ornamento de la brisa argentada había aparatosos equipos de televisión, decenas de locutores de varias estaciones de radio y un enjambre de periodistas con grabadoras y cámaras fotográficas, como un homenaje para Leandro Díaz.

Sin embargo, el cantor ciego simplemente estaba cumpliendo un escuálido contrato comercial con una cervecera para animar la inauguración del XVIII Festival de la Leyenda Vallenata.

El festival se celebra casi siempre bajo la lluvia. Se trata de una intolerante determinación de sus fundadores. Luego, sus directivos han insistido en la misma fecha de finales de abril, confiados tal vez en evadir la llegada del invierno.

Sin embargo, la naturaleza obedece a mecanismos de una terquedad milenaria. Es así como desde hace 18 años el festival se cumple con el mismo húmedo protocolo. En el justo momento en el que los primeros ejecutantes suben a la tarima, enormes nubes grises comienzan a moverse desde la espalda de la Sierra Nevada que da al mar.

Avanzan con lentitud, rodeando la montaña, y luego se colocan sobre la plaza donde se celebra el espectáculo. Un viento frío desciende del cielo y estremece los viejos almendros del parque. Entonces algunos de los asistentes cruzan apuestas para adivinar cuántas canciones se podrán interpretar antes que se desgaje el chubasco.

Algunos explican la irrupción de las lluvias como fruto de una vieja maldición indígena. La leyenda que hoy se relata se remonta al abril de 1576. En aquel invierno una de las tribus del valle asalto el caserío español.

Las viviendas y el templo fueron incendiados. Los sobrevivientes huyeron a la sabana pero murieron al beber las aguas de una laguna envenenada por los aborígenes. Entonces, dice la historia oficial, ocurrió el prodigio. La virgen del Rosario apareció entre los derrotados, “apartó las flechas que los indios les lanzaban” y resucitó a los muertos.

Estos retomaron sus armas y aniquilaron a los primitivos. Una celebración religiosa conmemora esta victoria colonial. Una réplica de la antigua imagen es paseada en hombros por las calles de la ciudad.

La acompañan mestizos disfrazados de indios y hasta indios vestidos de indígenas. Muchos bajan de la Sierra con frutos y animales que cargan durante la larga procesión bajo el sol.

Algunos exhiben unas iguanas tristes y pardas, las pocas que sobreviven a la persecución desatada por su apreciada carne. Hiladas de cohetes son encendidas. Estos suben hasta el cielo, donde estallan con estruendo. Es sobre esta fiesta triste, y sobre el bullicioso festival de música que la acompaña, que, se dice, se precipitan los anatemas de los derrotados hace más de 400 años. Algún informe científico apenas diría que allí ha llovido en abril desde hace una eternidad.

Algunas manos estrecharon las de Leandro Díaz cuando finalizó su presentación. Yo fui a buscarlo detrás del escenario. Había gastado tres días indagando por él en las calles de Valledupar.

A pesar de que esta es una ciudad de menos de doscientos mil habitantes, solo lo encontré hasta aquella tarde. Estaba amenizando con su conjunto una reunión en una casa de familia. Durante largo rato lo escuché y lo contemplé a sus espaldas. Sentado en uno de los rincones de la sala rectangular, con sus hombros anchos y su cabello corto, vestido con una limpia guayabera blanca, no parecía un hombre pobre.

Daba la impresión de los adustos patriarcas detentadores de la tierra de aquel valle. En ese instante, a pesar de las insistencias, me negué a que me lo presentaran. Deseaba un momento propicio para proponerle el riesgo de una entrevista.

Uno de los presentes, un pájaro de mal agüero, al parecer vinculado a oscuros negocios de discotecas y de la droga en Bogotá, se permitió presentarse como el apoderado del compositor.

“Te puedo conseguir una entrevista pero te vale billete”, me dijo.

“Gracias, pero solo quiero verlo y oírlo”, le respondí.

“Eso también te puede costar”, me replicó.

Unos muchachos bajaban mangos verdes de un árbol reclinado sobre un muro de linderos en el patio. Haciendo el mayor esfuerzo por parecer inocente le susurré al hombre de camisa desabotonada, pelos en el pecho y la inevitable cadena de oro con un crucifijo: “Está bien, le pagaré lo que sea necesario”.

El exhibicionista pareció calmarse y volvió a su sillón. Al principio interpreté su propuesta como una de las bromas con que los campesinos que administran ciertas porciones de poder comarcal, amagan a los advenedizos que caen en sus caseríos.

Muchas semanas después se me ocurrió pensar que aquello no significaba más de lo que el hecho mismo revelaba. El desvaído rezago de códigos que datan desde las oscuridades medioevales.

En ese momento, Leandro Díaz era una de las más preciosas adquisiciones de aquella casa. Mientras no se acabara la parranda, él se hallaba a entera disposición de quienes lo habían contratado mediante la formalidad de un arreglo verbal.

Nadie, intruso o no, podía interferir bajo pretexto alguno este vínculo. Se trata de una sujeción con semejanzas a la que les debían los juglares a los señores de la tierra. Es un estilo rural que se alimenta de las mismas raíces que llevan a que en las fiestas de las extensas haciendas del algodón del Cesar, cuando finaliza cada pieza musical los hombres no suelten y dejen libres a sus parejas (“las hembras”, como ellos mismos las estigmatizan) para que otros puedan bailar con ellas, sino que las mantienen aferradas a su mano.

Leandro Díaz, sin embargo, está menos sujeto a estas prestaciones de servidumbre. Su rebeldía y su menguada fama lo han dispensado de estos apremios. Los intérpretes más famosos de la música vallenata, salvo algunas excepciones, entre ellas las de los pocos que se han vuelto inalcanzables por las fortunas que han amasado, viven enganchados al carnaval ambulante del poder regional.

Los fines de semana, y en los acontecimientos especiales, caravanas de camionetas blazers y de jeeps comandos, de cabinas refrigeradas y de ostentosa bocelería, recorren los ejes de aquel mundo de ribetes feudales.

En aquella tropa oropelesca de aparatos de sonido, armas de fuego, botellas de whisky Old Parr y de brandy Capa Negra, hay siempre un lugar privilegiado para las mujeres hermosas y para los músicos vallenatos.

Todos, desde los pioneros que desbrozaron el valle y los latifundistas que se forjaron después y que mandan a educar a sus hijas a colegios de Londres, hasta los nuevos ricos que brotaron de la bonanza de la marihuana y del manejo de la política, disponen como mínimo de un músico en su aparatoso séquito.

Una noche que me encontraba en uno de los barrios de clase media de Valledupar, de calles polvorientas y sin pavimento, me invitaron a tomar un trago en el jardín de una de las casas de construcción en serie. Media hora después se estacionaron frente al lugar tres destellantes vehículos. Era la comitiva de un pequeño jeque del mundo de la droga.

Vagaba sin mujeres, con sus gruesos dedos anillados por valiosas sortijas, en la compañía de sus guardaespaldas y de sus músicos. Luego de repartir severas sonrisas insinuó una orden a través de una pregunta (“¿Ya escucharon la última canción de Lucho?”).

No había terminado de hablar cuando el cassette con ese último éxito ya estaba cargando el radio que reposaba sobre el césped, gracias a uno de los diligentes guardias. Los morenos y delgados muchachos del conjunto se posaron al lado del mafioso. Una atmósfera de incomodidad y de compadrazgo envolvía aquella escena de terror.

Luego de bajar del escenario de cemento, Leandro Díaz estaba enredado en una extraña discusión. Aún lloviznaba y de las hojas de un almendro se desprendían gotas de agua. La guacharaca que tocaba Leandro había desaparecido.

El muchacho de la caja acusaba con un extraño rencor al ciego por haberse dejado robar. El incidente cobró una magnitud artificiosamente molesta y exasperante. Los tres músicos giraban una y otra vez en el mismo fondo de aguas sucias.

Leandro admitía que se había dejado despojar por su bondad. El cajero insistía en que por su culpa no iban a poder cumplir el compromiso de tocar en una parranda. Toño Salas cabeceaba a la deriva entre el diálogo imposible.

Unos locutores interrumpieron de pronto aquel ataque de infantil malignidad y comenzaron a entrevistar a Leandro. El estaba contrariado y la camisa sudada y empapada por la brisa se adhería en su torso. A pesar de ello respondió la mayoría del cuestionario. Después volvió a caer en la misma trampa de incriminaciones y lamentos.

“Si yo pudiera ver, haría mucho tiempo que me habría ido al escenario a buscar al hombre que me dijo que me ayudaba a sostener la guacharaca”, exclamó con desesperación. Un desconocido se ofreció para prestarles una.

Entonces los tres se levantaron de sus asientos y caminaron por la plaza, erráticamente, sin ningún rumbo, repitiendo la misma conversación que habían iniciado hacía más de una hora. Quedaban ya pocas personas en el parque y era más de la mitad de la noche. Entre el monocorde infierno de los tres músicos chapaleaba ahora el ruego del cuarto hombre ofreciendo su guacharaca.

A lo lejos se escuchaban los ecos de las fiestas. Mientras tanto, bajo la oscura neblina, sobre el húmedo y sucio empedrado del parque, Leandro Díaz continuaba dando tumbos, prisionero en medio de aquel averiado y misterioso engranaje.

Encontré a Leandro dos días después, en La Paz, una aldea a diez kilómetros de Valledupar donde tiene su casa de ladrillos pardos. Me ofreció una cerveza y nos fuimos a conversar al patio. “Yo me crié en el campo. Soy muy amigo de los árboles”, me dijo cuando nos refugiamos bajo la sombra de unos naranjos en decadencia.

¿En qué lugar del campo se crió?

En La Guajira, en lo más bello de La Guajira, que llaman Lagunitas de la Sierra. Pertenece al municipio de Barrancas. Está por allá, en lo alto, en una rama de la Nevada. Solo salí de allí a los 20 años.

¿En qué año nació?

El 20 de febrero de 1928. O sea que tengo 57 años.

¿Qué hizo durante esos 20 años?

Comer y vivir, sin hacer nada. Hasta cuando se me dio por hacer mis versos y trate de independizarme de mi familia. Mi padre tenía dos fincas pequeñas, de caña y pasto, de yuca y café.

Cuando eran las épocas de cosechas eran tiempos de amargura para mí. Debía trasladarme de una finca a la otra en burro y yo me caía del animal. Era un inútil. No sabía montar, me daba golpes con los palos, era una vida terrible.

Muchas veces prefería quedarme en una de las fincas, para evitar los viajes. Permanecía hasta tres meses solo. Esas cosas no se me olvidan. El tormento de ir al arroyo a bañarme, a buscar agua para beber. Fue algo muy duro pero eso me hizo ser un hombre. Yo creo que no hay problema que el hombre no pueda resolver. ¿Cómo no se van a resolver? Si tienen una entrada deben tener una salida.

Usted pensaba en qué iba a ser de su vida como hombre ciego…

Claro que sí. Cuando comencé a ser grandecito, en un tiempo en el que andaba semidesnudo, sin zapatos, sin vestidos, pensaba cómo haría yo para vivir.

Eran madrugadas enteras las que me pasaba dándole vueltas a la cabeza para ver qué podría resolver. Hasta que en una de esas se me dio por hacer versos. Entonces yo me dije: si con versos ganó plata me separo de mi familia. Yo llevaba la música desde muy pequeño. Yo cantaba canciones.

¿Vallenatos?

No. Boleros. Era la década del cuarenta y llegaban las canciones de Agustín Lara, de Los Panchos, de Jorge Negrete. No había ni discos ni la radio pero la gente viajaba llevando las canciones.

Iban de boca en boca. Así yo canté primero bolero, y vals, y tango. El acordeón era entonces poquito. Y cuando se tocaba el acordeón, a los muchachos no los dejaban acercar. Uno se asomaba desde la cerca o la tapia y desde allá escuchaba la parranda. Se respetaba mucho a los papás. Ahora no. Ahora los niños se van a donde está la parranda y hasta el papá los lleva para ver si les gusta el acordeón. Antes no sucedía esto. Por eso no había evolución. La juventud no sabía nada.

¿Qué queda de sus primeros versos?

Nada. Fueron como los primeros cuadernos del colegio, que uno siempre los bota. Eran coplas, lo que se llama hoy piquerías. Versos que se pierden.

¿Cuándo comenzó a vivir de los versos?

Mi padre compró una finca y ahí sí me les abrí. Yo ya estaba hecho al ambiente de donde vivía. Me quedé en la casa de una señora llamada Zoila Fuentes. Me hice tan amigo de la gente que yo llegaba a una casa y me regalaban plátano, me regalaban carne. Entonces ya era compositor y me dediqué al vallenato.

Cuando cantaba una serenata con boleros no me daban un peso. Cuando la cantaba con un paseo o dos paseos míos me daban cualquier cincuenta centavos o dos pesos. Pude entonces sobrevivir. Por eso le digo que yo soy un hombre teso, que no le aflojo la cara a nada. Yo me curtí pequeño.

Usted tiene también que haber amasado una enorme dosis de paciencia…

Pero claro. Mucha gente dura poco porque se precipita. Quiere conseguirlo todo en un instante… Yo sé esperar. Yo sé lo que es durar dos meses aquí sin ganarme un peso.

¿Qué lo marcó para siempre durante su juventud?

Tenía unos 15 años cuando llegó a la finca donde vivía, una chica llamada Isabel, que le decíamos Chave. Nos hicimos muy amigos. Fue entonces cuando comencé a sentir esa sensación que da a los 15 años a través de la mujer.

Yo sentía por ella algo diferente, y yo no sabía qué era. Era amor, pero yo no lo sabía. Era una sensación muy rara. Yo aún andaba desnudo. Con unos pantaloncitos remendados, sin camisa.

Pensando en ella me dije que no iba a volver donde ella hasta que no estuviera vestido. Entonces comencé a pedir dinero regalado. Y fui a despedirme de ella, pues el fin mío era recorrer los pueblos de la provincia solicitando limosna para volver a donde Chave vestido.

Conversé con ella y le dije que regresaría cuando tuviera cómo poder visitarla. Ella se sintió triste, porque también sentía su sensación por mí, como mujer. Y entró a la casa a buscar un dulce para regalármelo. Y cuando ella entró llegó un mendigo. Una de sus hermanas le avisó que se acercaba el pordiosero.

Y ella le dijo: “Cierra la puerta porque no tengo dinero para darle”. A mí, que iba a emprender esa carrera, eso me cayó como un baldado de agua fría. Y me dije: ya no pediré limosna, porque así harán conmigo.

Me volví para la Sierra. Solo volví a bajar cuando había aprendido a vivir de mis versos. Dos años después me había hecho compositor. Componía unos versos en forma de parodia, con melodías de Lorenzo Morales y de Emiliano Zuleta, El Viejo.

Lo hacía a sabiendas de que esa música no era mía. Pero yo me fui encarrilando por ellos hasta lograr componer una melodía auténtica. Entonces me daban dinero por mis versos. Y cuando regresé a donde Chave volví con ropa y zapatos. Esa mujer vive ahora en Maracaibo. Yo no fui más nada de ella. Quedamos así.

Pero Chave es una mujer que vive permanentemente en mis recuerdos. Yo por eso, en agradecimiento a Chave, le he cantado muy bonito a las mujeres. Ella se llama Isabel Amaya pero todo el mundo la conoce por el nombre que le puso la mamá, el de Chave Díaz. Era de Hato Nuevo.

Sin embargo la mujer que usted inmortalizó con una de sus canciones es Matilde Lina…

Porque a Chave no le he cantado. Sin embargo, es la mujer que más recuerdo junto con Isila Duarte. A Isila porque fue mi novia. Ahora, mi mujer, desde hace 30 años, es Helena Clementina Ramos. Nos comprometimos a vivir juntos. No nos casamos porque a mí el matrimonio nunca me ha convencido, y la iglesia menos.

¿Qué es lo más importante de su vida?

Si algo soy en la vida se lo debo a mis canciones. Y después, la mano izquierda de mi vida ha sido el pueblo. Yo no vivo del disco. Nunca cobró fiesta. Vivo de mis amigos y, afortunadamente, tengo muchos. He sido un hombre que ha llevado el arte con táctica. Yo no creo en el músico comercial. Cuando cantaba por las calles nunca pasaba un día limpio. ¿Por qué? Porque el pueblo tenía más plata que el rico. El rico paga menos y el pobre gasta más. Y valen más mil pesos de un pobre a mano que el cheque de un rico.

¿No hay nada más importante que sus canciones vallenatas?

Todas mis virtudes se las dedique a la música, a la canción vallenata. O no a la canción vallenata sino a mis canciones, porque yo no soy vallenato. Yo me considero un hombre más de Colombia. No acepto esas ideas de regionalismos. Y menos ahora, con la canción vallenata cada día soy menos vallenato. El vallenato le está mintiendo a la humanidad.

¿Por qué?

Porque están llevando una canción que ya no es la canción folclórica ni es el paseo vallenato, que era la música de aquí. Están llevando canción vallenata, que es muy diferente. Una mezcolanza de música americana con rancheras, con aquellos boleros- son que venían antes. Esa ya no es la música regional. Por eso están mintiendo, sin darse cuenta de que están sacando al vallenato de sus orígenes.

¿Qué es lo puro, entonces?

Ese acordeón de Alejo, ese acordeón de Enrique Martínez, gente que conserva todavía algo de este vallenato rústico, del estilo antiguo. Ahora tienen una literatura que está demasiadamente lejos del pueblo. Y esas canciones, aquí, mueren. De todo ese poco de canciones que salieron ayer aquí, se graba la mejor, y apenas pasa el disco nadie la canta porque el pueblo no la entiende. Son canciones sofisticadas.

Sin embargo deben de quedar aún muchos compositores como usted…

Esos compositores no pasan. Si llega una canción del estilo antiguo, no la dejan pasar. Los jurados se van hacia el comercio. Porque los jurados son más comerciantes que folclóricos. Ayer me oía yo unas canciones que me daban ganas de llorar. ¿Cómo se justifica que los mensajes sean los mismos de todos los años? Que de 140 canciones salgan 32 y de un solo tirón saquen 15 en un solo día.

¡No hombre! Ahí se les ve los bajos mensajes que están llevando a la gente, porque ese concurso debería ser el más trabajoso, el más fuerte. Además, ahora la calificación es de gusto, y no de sentido, porque ahora exigen que uno lleve un cassette con la canción grabada, y hay muchos cassettes de esos que ni siquiera los escuchan, para salir del paso.

Esos trucos me los sé yo. Por eso al vallenato no le creo. Son unos embusteros. Incluso yo no concibo que esta música se llame vallenato. Debería tener otro nombre, porque el Valle es el menos dueño de la música. Mire, sólo hasta los últimos años es que allí han salido compositores y acordeoneros, pero el acordeón era de todo el Magdalena. Se escuchaba en Riohacha, en Fonseca, en Plato, en Tamalameque, en Santa Marta.

El acordeón era popular en todos los pueblos. Y hoy le han dado el nombre de vallenato por una rosca, por una gente que se encargó de darle un nombre que da la impresión de que fuera sólo del valle del Cesar. Pero no, esta música es un rasgo de la música caribeña que se hace en cualquier parte. Aun en Boyacá tocan ya acordeón. En Santander del Norte. En Barrancabermeja. Pero bueno, a la música había que darle un nombre. Y Valledupar es la sede, pero no es la dueña. Incluso nosotros los guajiros somos los que estamos sosteniendo la música aquí en el Valle.

¿Cómo quiénes?

Los podríamos enumerar; los hermanos Zuleta son guajiros. Por nombres los cito: Roberto Calderón, de San Juan; Isaac Carrillo, de San Juan; Marín, de San Juan; Movid, de San Juan; Enrique Martínez, de Fonseca; El Binomio de Oro, de Villanueva; Marcos Díaz, del Molino; Armando Zabaleta, del Molino; Emiliano Zuleta y la familia, de Villanueva. La Jagua y El Plan; Toño Salas…

Ellos lo único bueno que han tenido ha sido Patillal, que ha dado muy buena gente, para qué negarlo. Pero ahí tenemos a este muchacho Martínez, que está de moda, es de La Junta; Diomedes Díaz, es de La Junta; Nicolás Mendoza, de Caracolí; Mestre es de Villanueva; Eligío Cuadrado, de Villanueva; y ahí le voy citando una serie, los Romero, todos, son de Villanueva. Y por ahí todavía hay más. Manjarrés, de La Jagua. El único que es vallenato, y de origen patillalero, porque del propio Valle no hay, es Gustavo Gutiérrez. Rita Fernández es samaria.

¿Y Escalona?

Nació en Patillal. ¿Tobías Enrique Pumarejo? De Patillal. Es que la sociedad vallenata se fue viniendo poco a poco para el Valle, pero en la mayoría de ellos su ancestro es patillalero.

¿El festival es entonces una patraña?

No es tanto que sea falso. Yo estoy de acuerdo en que hay que hacerlo, y hay que hacerlo en alguna parte y que tenga el nombre de vallenato. Pero que se reconozca la verdad. Que se le diga a la gente que viene, a los turistas, que quieren conocer, lo que están viendo. Les presentan un acordeonero pero no se lo describen. Es como si miraran un retrato.

Pero yo soy el único que les echa lengua. Como no les debo, no tengo compromiso con ninguno de ellos.

¿Quién más lo acompaña en sus críticas?

Al comienzo existían unos cuantos, pero los fueron doblegando. Uno de los más rebeldes era Armando Zabaleta. Pero le premiaron una canción, todos los años lo invitan de jurado, le dan la comida y le dan ron y ya el tipo se volvió vallenato. El único rebelde que les queda soy yo, y eso sí les es difícil comprarlo.

¿Han hecho el intento?

Varias veces. Pero yo les digo: No señores, déjenme quieto. Esa fiesta es muy incómoda para mí.

Hay gente demasiado poderosa que ronda alrededor del vallenato…

El pueblo se reúne en Valledupar con un solo objetivo: el de poder ver a sus acordeoneros. Porque la música al pueblo se la han quitado los ricos y los políticos. Los músicos los reservan ahora para actuar delante de los personajes que vienen a Valledupar, para amenizarles sus fiestas. Pero el pueblo no los ve. No los escucha. Sólo logran verlos en el festival.

Ellos han monopolizado lo poquito bueno que hay. Es un daño que se hace porque el pueblo queda huérfano. A una caseta no entra todo el mundo. Son demasiadamente caras. Entonces el pueblo tiene que bailar con pick-up y grabadora. La gente se ha puesto a bailar la música metálica, la música de sonido, por eso. El pueblo siempre vive sin nada. Y apenas el músico graba un disco y ya se hace famoso, abandona el pueblo que lo vio crecer.

Aquí la novedad que hay es el desierto. Lo que está matando a nuestro pueblo, o sea al país, es el hambre. Yo creo que esto terminará en el socialismo. No tiene otra razón. Otra alternativa. Lo único malo es que aquí quienes están pendientes de cambiar el país, no dan la cara.

No hay un líder. Aquí hay unos brotes guerrilleros que no le son beneficiosos al pueblo porque el pueblo no les tiene confianza, ni al uno ni al otro. El pueblo de Colombia les tiene más bien miedo a los guerrilleros. No es ni siquiera desconfianza. Es miedo. No se justifica comprar armas para matar indefensos o para atracar la Caja Agraria. La guerra va a ser más civil que política. Va a ser por hambre.

         

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julio
27 / 2019