¿De quienes eran las bibliotecas personales más importantes de Colombia? (hace 20 años)
Rafael Molano Guzmán
Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 325 abril 1997
Nicolás Gómez Dávila
Filósofo y escritor, autor de Escolios
Si uno no supiera que Nicolás Gómez Dávila murió en 1994, esperaría que entrara de súbito carcajeándose, con sus aparatosos 192 centímetros de estatura, en el inmenso estudio que preside su casa.
En medio de los altos anaqueles con cerca de 35.000 volúmenes, repletos de hileras ocultas tras las hileras visibles, está el mobiliario tal y como lo dejó en su último día: hasta las pantuflas, el sombrero y el bastón ocupan su espacio habitual.
Es una actitud reverencial, más que justificada, de sus hijos Rosa Emilia, Juan Manuel y Nicolás, hacia el gran padre que vivía prácticamente en ese santuario de sabiduría.
Cuando el historiador Arnold Toynbee visitó Bogotá y conoció la casa de Gómez Dávila, comentó que allí podía estar la biblioteca privada más importante del mundo. Quizás exagero, pero si no es así, existe consenso entre bibliófilos e intelectuales, sobre su sitio como la mejor de Latinoamérica.
En ella, siempre sentado en el desteñido sillón de terciopelo, fumando puros sin cuartel, permanecía Gómez el día entero (salvo esporádicas caminatas) y buena parte de la noche leyendo o hablando con el corrillo de habituales que lo visitaban: Mario Laserna, Alberto Zalamea, Douglas Botero, Alberto Lleras, Álvaro Gómez y el padre Wilches (franciscano ex confesor de Pío XII) con quien conversaba en latín.
Eso cuando no tenía que desplegar sus impresionantes conocimientos de griego, alemán, francés, inglés, italiano o portugués para entender un texto, fiel a su principio de “No leer sino en lengua original”.
Hacia el lugar que se dirija la vista, es posible toparse con una de las varias ediciones de las Opere, de Maquiavelo (1550); con el Hymniet Epigrammata Marulli del año en que Colón pisó suelo americano por primera vez; con la Biblia Sacra Veteris (1558); con la segunda edición en seis volúmenes del Real Diccionario de la Lengua Castellana (1726); tal vez con una de las varias ediciones de la Summa Theologica, de Tomás de Aquino, o con los quinientos ejemplares de la Patrología griega y latina.
Una biblioteca en la que se “vivió” literalmente, pues fueron muchas las ocasiones en que, mientras Gómez hojeaba uno de los cientos de catálogos que le enviaban los libreros y editores europeos, sus hijos jugaban a sus pies a las canicas o revoloteaban a su alrededor.
Allí habitaron el corazón y la mente de uno de los más universales pensadores colombianos, reconocido (y traducido) en los elevados círculos de los filósofos alemanes contemporáneos. Basta con recordar la carta que envió el célebre Ernest Jünger a uno de sus colegas alemanes pidiéndole que “Por favor, encuéntrame al pensador y aforista colombiano Nicolás Gómez Dávila, porque necesito comentarle algunas cosas…”
Alberto Dangond
Historiador
Todavía conserva, con verdadera nostalgia, las ediciones Sopena, de veinticinco centavos, en las que su madre le enseñó a leer antes de entrar al colegio. Julio Verne, Dumas, El pequeño Lord Fauntleroy, de Burnett, Hombrecitos, de Garrold, convirtieron a Alberto Dangond en un lector ávido y precoz. Pero de ellos, fue, con creces, Alejandro Dumas (con sus intrigas cortesanas) quien lo embarcó para siempre en su ya conocido deleite por la historia y los personajes que la hicieron.
Dangond reafirmó su fiebre de lectura durante las muchas visitas que después de salir de la escuela le hacía a su abuelo, Antonio José Uribe, en su magnífica biblioteca de la Calle Décima, para leerle en voz alta debido a su ceguera parcial.
La biblioteca fue incendiada el 9 de abril del 1948, pero nunca más olvidó el novel lector esos lances amorosos y aventureros que su voz activaba al abrir los acolchados ejemplares con lomo de cuero. De ahí a comprar a plazos en la librería de viejo que tenían los hermanos Jaramillo en los bajos de lo que hoy es el Jockey Club, no hubo sino un paso.
En su actual gran biblioteca no se requieren muchas explicaciones para comprender que su mayor interés está en la historia contemporánea. Basta recorrer con una primera mirada las largas estanterías, para ver sobresaliendo los nombres de Churchill, Lenin, Franco, Gandhi, Hitler, etcétera, sin dejar de lado, claro está, una amplia sección en la que, presididas por cerca de nueve ediciones diferentes de Don Quijote de la Mancha, están, entre otras, las más bellas colecciones de literatura universal de la ya extinta editorial Aguilar.
Ha sido tal su afición por los acontecimientos de la Primera y la Segunda Guerra Mundial y por la Guerra Civil Española, que junto con cientos de ediciones sobre el tema, posee una de las más ricas filmotecas y discotecas (única en el país), con películas y voces de sus protagonistas, en una especie de dispersa prefiguración de la moderna multimedia.
No sorprende entonces que Dangond, en lugar de citar como uno de sus libros más preciosos alguna edición príncipe del siglo XVII, muestre más bien un par de libros dedicados por Ramón Serrano Zuñer, personaje fundamental en la concepción de la filosofía política del franquismo y gran artífice de la olímpica esquivada que hiciera Franco a Hitler para no comprometer a España en una alianza con Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.
Con libros como esos o repasando (también recitando de memoria) el monólogo de Segismundo que aparece en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, puede Dangond leer embebido hasta la madrugada, sin percatarse del paso este tiempo real.
Hans Ungar
Librero
Cuando Hans Ungar llegó a Colombia, hace 59 años, no traía ni uno solo de los 25.000 volúmenes que forman su enorme biblioteca. Pero eso sí, a los pocos días y con su Austria natal enredándole la lengua hasta para saludar, ya estaba escudriñando la ciudad en búsqueda de lo más importante, de lo único importante para sobrevivir, aun en ese sombrío lugar llamado Bogotá: ¡libros!
¿Es una pasión, señor Ungar? “Tal vez dice poco convencido ¡Mejor, un vicio! Un simple vicio”. Sin duda lo es, aunque no tan simple, pues lo condujo a conocer con fluidez, además de su alemán natal, el inglés, el español y el francés, y a tener conocimientos suficientes de italiano, portugués y latín para poder leer en el original, como debe ser.
Su inmenso santuario está dedicado a las humanidades en general. Allí está toda la buena literatura que se debe leer y releer”, pero adicionalmente en ediciones inconcebibles, desde una colección bilingüe de los clásicos griegos y latinos hasta la primera edición de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Todo bien ordenado y catalogado, serpenteando en estanterías por toda la casa, incluidas las habitaciones de sus hijos.
En medio del cúmulo de volúmenes extranjeros, Colombia tiene su espacio ocupado por centenares de libros de viajeros, incluyendo uno de los dos únicos ejemplares que al parecer quedan en el mundo el otro está en la Biblioteca Nacional de París, de una Relación de Viaje (1698) sobre Cartagena, del francés De Pointis; y por algunos tesoros criollos, como el primer libro impreso en Bogotá, un Septenario de 1738; “Sin embargo aclara Ungar para un bibliófilo lo más importante no es tener siempre la primera edición sino la mejor edición, con pastas originales. Tomar un libro en las manos es un placer sensual, y mirar su lomo, la fuente tipográfica, el papel…”.
Con esas características es casi interminable el número de obras que se agolpan en los bien tenidos anaqueles: Grandes monumentos de la China, del célebre jesuita holandés Athanasius Kircher (1667); la mejor edición de Las mil y una noches de Burton, tan celebrada por Jorge Luis Borges; la edición de los Pensées de Pascal (1670); una deliciosa Obra libertina de los grandes poetas franceses; El Príncipe, de Maquiavelo, con un extenso y brillante autógrafo de Benito Mussolini; y los treinta mejores atlas de la cartografía universal.
Apenas un vistazo para entender por qué a Hans Ungar se le descubre como un libro abierto más. No de otro modo se explica que le pase lo que le pasó en Londres, cuando tomó un bus y le pidió al conductor que le indicase la parada de Charing Cross Road (zona llena de librerías: tenía la intención de conocer Foyles, la más grande del mundo). El conductor, llegado el momento, y sin aclaraciones adicionales por parte de Ungar, le dijo: “En la siguiente esquina a la derecha está Foyles”. Ungar, aterrado, le preguntó cómo sabía que iba exactamente para allá, y el conductor le respondió: “Señor: ¡Usted tiene toda la pinta!”.
Fabio Botero Gómez
Ingeniero
Lo más importante de un libro es que en una sola página se captan por azar mensajes luminosos, afirma Fabio Botero Gómez. Lleva 58 años recopilando libros para su biblioteca privada de Medellín. En su búsqueda ha adquirido libros en la tienda de antigüedades Cancino Chapinero, y en la antigua librería Quevedo, de Bogotá.
En la biblioteca de Rionegro, Antioquia, su pueblo natal, comenzó leyendo los llamados “libros para niños”, y más tarde se enamoró de las novelas clásicas españolas del siglo XIX porque tienen poco dramatismo y son preciosas. Su biblioteca es la recopilación de dos colecciones: la de su hermano Carlos, ya fallecido, y la suya.
Hoy posee 15.000 ejemplares. Entre los más curiosos están una bella edición del Quijote, de Montaner de 1930, y la biografía de Alejandro Dumas padre, de André Maurois, difícil de conseguir.
Otros ejemplares valiosos son: un libro conmemorativo de la inauguración de la iglesia de San Miguel Arcángel, de Munich, editado por Adamus Gerg en 1597, y La teoría de los gobiernos, del barón Beaujour, impreso en París en 1839. Este último se lo ofreció a la biblioteca del Congreso de Washington, que no lo tenía, pero que no se lo compró por tratarse de un solo ejemplar. Cuarenta años más tarde encontró un segundo tomo, editado en París en 1847.
Botero Gómez, profesor jubilado de la Universidad Nacional donde dictaba un posgrado de planeación urbana y regional, desea vender su biblioteca para que sea aprovechada, al igual que su libro de notas.
Hoy a sus 73 años, apenas si recuerda su incursión, en la década de 1980, como libretista-adaptador de aproximadamente cincuenta libretos de dramatizados y dos novelas, entre ellas Lejos del nido, que fue dirigida por su hermano Jaime Botero, y no le queda más que seguir leyendo, como dijo en una entrevista al diario mexicano El Financiero, y el gusto por el olor de los libros.
Malcolm Deas
Historiador británico, especialista en Colombia
La biblioteca personal de Malcolm Deas es un fiel reflejo de sus últimos 35 años: un constante ir y venir entre Inglaterra y Colombia. De los casi 8.000 volúmenes que la componen, cerca de la mitad tiene que ver con nuestro país.
Mientras que una pequeña parte reposa en su apartamento de Bogotá, otra parte importante está ubicada en su oficina en St. Antony’s College, y la otra, la más preciada, en su casa de Oxford. Allí guarda piezas de colección como la edición de 1794 del Estado general de todo el Virreinato de Santafé de Bogotá, que llegó a sus manos por casualidad; una edición de 1820 de las Oraciones, de Cicerón, con el sello de propiedad del general José María Obando; o la Historia del Reino de Quito, de Juan de Velasco, editada en 1833. Pero sus debilidades literarias son, definitivamente, los que él llama los “textos oscuros del siglo XIX, como una gramática española editada en Chiquinquirá unos panfletos sobre asuntos locales de Pasto; o un par de programas de óperas de Donizetti y Bellini, publicados en Medellín.
Como auténtico bibliófilo, conserva las ediciones originales y evita, en lo posible, la encuadernación. Pero para libros de cuero utiliza una cera especial que, dice él se consigue en Picadilly (Londres). Malcolm Deas es excelente cazador de libros. Tiene lo que se llama “buen ojo” y también algo de suerte. Compra libros baratos, sin inhibición, donde se los encuentre.
Los libros sobre Colombia que le llaman la atención los compra cuando los ve, por si luego es demasiado tarde y desaparecen del mercado (recomienda la librería Lerner del centro).
Pero también visita a los buenos vendedores del mercado del usado o de colección, como El Carnero, o los almacenes de Corchuelo y Martínez. Por su prestigio como cazador, la gente también lo llama cuando algún difunto deja algo que le pueda interesar. Así, entre difunto y difunto, ha conseguido una que otra rareza.
Sin dudarlo un segundo dice que, si pudiera escoger, le hubiera gustado ser obispo de Tunja durante una buena época, o prior del convento del desierto La Candelaria, pero sin turistas. Con un tono algo más serio reconoce que hay un buen número de colombianos que lo intrigan históricamente, pero que en sus vidas hubo mucho sufrimiento. Tal vez uno para escoger, dice, sería Miguel Antonio Caro.
Entre sus ires y venires, normalmente viaja con una veintena de libros, “por si las dudas”. Pero, con su humor característico, se queja de que las aerolíneas no fomentan la cultura: “Mientras que un golfista puede llevar sus palos de golf sin problema, no admiten sobrecupo de libros”.
Bernardo Ramírez
Ex ministro y publicista
Para los aficionados a la lectura, la Pereira natal de Bernardo Ramírez no era exactamente la Biblioteca de Alejandría. De manera que el inquieto niño de ocho años se acostumbró desde entonces a adquirir un verdadero hábito de rebusque. Su principal proveedor era un zapatero vecino que, dentro de su particular afición, tenía una magnífica aunque descolorida colección de libros y revistas de aventuras: Pet Rice, el vaquero, Bill Barnes, el aviador, La Sombra y algunos volúmenes de la Biblioteca de Oro, cuyo tomo en mejor estado era uno de Pío Baroja.
Esa pasión por los libros, y su parte obsesiva: la búsqueda, nunca se desprendieron de Ramírez, y lo llevaron a frecuentar con fanatismo a lo largo de cuarenta años (“tiempo durante el cual ya había algo de dinero para comprar”) bien sea provincianos agentes viajeros o ultra contemporáneas librerías virtuales en Internet.
No es coleccionista de ejemplares costosos o de ediciones antiguas, pero si es un comprador impenitente. Cuando viaja a Londres, Madrid o París, su hotel está siempre al frente a pocas calles de una gran librería, Foyles, Dillons, La Casa del Libro y Gallimard son visitadas con cierta morbosidad por Ramírez, quien invariablemente sale con una caja de descubrimientos para enviar a Bogotá.
También el catálogo de la neoyorquina Barnes & Noble y actualmente Amazon Books (la librería del millón de títulos en Internet) apaciguan su sed de lectura, mas no su hambre de libros, pues su apartamento está tan invadido que hasta la mesa del comedor tiene varias pilas de ellos, algunos acabados de llegar.
La biblioteca está más o menos especializada en historia y literatura. Las preferencias históricas apuntan sobre todo a Colombia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia. En cuanto a novela, los franceses, los norteamericanos y los italianos de posguerra están en primer lugar.
Sin embargo, el primerísimo puesto lo ocupa Marcel Proust. En ese caso sí se encuentran, entre muchos textos alusivos al tema, dos bellas ediciones de En busca del tiempo perdido: los tres tomos ilustrados por el talentoso acuarelista Kees van Dongen y la edición príncipe (1896) de la serie ilustrada por Madeleine Lemaire, una regular artista ante quien Proust casi se arrodilla para lograr su colaboración.
Casi igual a su devoción por Proust es la que tiene por los diccionarios. Una estantería completa y algunos regados en otros lugares, completan (aparte de la Enciclopedia Británica) cerca de cien títulos de lo habido y por haber. Desde un Diccionario general de insultos, pasando entre muchos por los castellanos de María Moliner y Covarrubias, varios del Robert francés, hasta el último Diccionario de slang norteamericano.
Bernardo Ramírez tiene un buen “armamento” para discutir, preguntar e investigar durante sesiones interminables con Belisario Betancur, Bernardo Hoyos y Gabriel Jaime Arango.
¿Conoce a alguien con una biblioteca de esta magnitud? Si es así no dude en contactarnos para conocerla.