Visiones orates de la literatura clásica

¿Sófocles? Un aberrado. ¿Esquilo? Un extravagante. ¿Tirso de Molina? Un relator de necedades. He aquí la agria versión de La Orestiada, Edipo Rey y El Burlador de Sevilla.
 
Visiones orates de la literatura clásica
Foto: Clitemnestra duda antes de matar a Agamenón dormido. A su lado, Egisto la urge para que lo ejecute. Óleo sobre lienzo, 1817, obra de Pierre-Narcisse Guérin/ Dominio Público
POR: 
Alfredo Iriarte

Tengo un amigo, cuya identidad quiero sepultar en el más riguroso sigilo de la confesión. Una de sus especialidades es despotricar en los términos más agrios y peyorativos contra algunas de las obras maestras del arte y la literatura.

Una noche, mientras conversaba conmigo le tocó el turno al Quijote. Si en ese momento yo hubiera tenido algo así como veinticinco años menos, seguramente habría saltado como un energúmeno para hacer la beligerante defensa del libro que yo salvaría en el cataclismo universal. En esta ocasión, por supuesto, no lo hice así, pese a que el sistema de mi amigo en estos casos es harto provocador, puesto que consiste en ridiculizar las obras que no le caen en gracia. Es un hecho cierto que con las canas vienen la serenidad, la sensatez y el refinamiento del humor.

De modo que la arremetida de mi amigo contra el libro amado, lejos de molestarme, fue bienvenida, puesto que me iluminó la idea de invitar a mis lectores a una excursión demencial a través de algunos grandes clásicos, utilizando para el efecto la óptica orate del amigo de Marras. Vamos, pues, a entrar en materia.

ESQUILO
La Orestiada


Difícil imaginar un exabrupto literario comparable a esta absurda trilogía. Su autor fue extravagante en todo, hasta en la manera de morir.

El fin de sus días no le llegó, como era lo normal, en la cama o peleando contra los persas. Nada de eso. A él le llegó una mañana en que, mientras urdía alguna de aquellas tragedias disparatadas que lo hicieron célebre, un ave rapaz que volaba en círculos sobre el poeta con una enorme tortuga asida por el pico, se distrajo y soltó el quelonio sobre la mollera de Esquilo, quebrándosela en varios fragmentos.

Se atribuye a este loco una de las más delirantes invenciones imaginables: la del coro, que consiste en que mientras los actores trabajan en escena amándose, apostrofándose o hiriéndose de muerte, en el fondo hay un grupo, por lo general de viejitos o de mujeres histéricas, a quienes nadie ha llamado a opinar, quienes, de la manera más inverosímil, hablan, como su nombre lo indica, en coro, e invariablemente presagian infortunios y desgracias que siempre ocurren, con lo cual estropean el suspenso y aburren al respetable.

Ahora al grano: la tal Orestiada. El belicoso Agamenón, rey de Micenas y de Argos, parte para la guerra de Troya, no sin antes inmolar a sangre fría a su tierna hija Ifigenia, a fin de obtener el favor de los dioses, que estaban en huelga de vientos caídos y por lo tanto tenían la flota aquea varada en la ensenada de Aulide. No bien degollada la doncella, los benévolos dioses envían aires propicios que impelen las naves rumbo a Ilión.

Pasan diez años, cae Troya y Agamenón retorna a su palacio convencido de que su esposa Clitemnestra ha cumplido con la sagrada obligación de guardarle fidelidad a toda prueba.

Injusta pretensión machista. Pero las mujeres helénicas no eran tan bobas. El cuento de la fidelísima Penélope y su tela eternamente inconclusa es pura paja. Los estudios y conclusiones de la más avanzada arqueología contemporánea demuestran que le puso los cuernos al prudente Ulises y logró embaucarlo con la fábula del lienzo que tejía y destejía sin reposo. En cambio, la simpática Clitemnestra resulta más fresca. Jarta de esperar a Agamenón se une en contubernio con el atractivo Egisto y lo pasa de maravilla.

La versión de Esquilo es tendenciosa y por ende, indigna de leerse o verse en escena. En ella, los malos de la película son Egisto y Clitemnestra, porque cuando llega Agamenón de la guerra con su concubina Casandra, dándoselas de mandamás y pisando duro, los amantes lo sacrifican en una alberca en momentos en que, mediante una larga ablución, el Rey trata de quitarse la costra mugrienta de diez años de guerra.

Luego proceden a liquidar a la latosa Casandra. Para justificar el homicidio de Agamenón, Clitemnestra y su amigo presentan argumentos de mucho peso, con lo que esta insoportable historia va llegando al clímax de la truculencia.

Clitemnestra aduce que ha vengado la muerte cruel que Agamenón dio a su hijita. Egisto, por su parte, declara que su parte en el crimen es el desquite por el mal rato que Atreo, padre del occiso – cornudo, hizo pasar a Tieste, padre de Egisto, al invitarlo a cenar con la carne de sus propios hijos en picadillo. Pero aquí no para la marea alta de la truculencia.

Llegan de incógnito Orestes y Electra, hijos de Agamenón y Clitemnestra, se enteran de la muerte violenta de su papacito, montan en cólera, ultiman a Egisto, y no contentos con esto, acuerdan la eliminación de su propia madre, designio que ejecuta el buen Orestes.

A continuación, las Furias se dedican a un sorrostricar sin tregua a Orestes para cobrarle el matricidio hasta que el pobre, ya desesperado, comparece ante Atenea, quien lo absuelve, con lo cual comete el dislate de legitimar un acto tan contrario a la urbanidad y a las buenas maneras como lo es matar a la madre. Definitivamente si a Estilo no le hubiera caído a tiempo la tortuga voladora en la cabeza, quién sabe cuántas otras locuras le habría dado por inventar.

SÓFOCLES
Edipo Rey


Inadmisible pero cierto. Es el único caso conocido en la historia de un enfermo sexual de suma gravedad que alcanza fama imperecedera solo por poner en escena (incluido el embeleco del coro) todas sus morbosas aberraciones.

Edipo, su personaje más celebrado, mata a su padre, se desposa con su madre y procrea con ella varios vástagos, convirtiéndose así en el único mortal conocido cuyos hijos son a la vez sus hermanos.
Enterado de las barbaridades que ha cometido, Edipo opta por el áspero recurso de extraerse los ojos sin anestesia. De esta brutal cirugía se originará más tarde, ya en la era cristiana, aquel adagio según el cual “Una vez el ojo afuera no hay Santa Lucía que valga”.

Al único personaje a quien le sirvieron de algo las escabrosas andanzas de Edipo fue Sigmund Freud, que bautizó con ese nombre cierto complejo mediante el cual se suele escarnecer a los hombres que viven en la misma casa con sus madrecitas.

TIRSO DE MOLINA
El burlador de Sevilla


Otro mercedario caso literario inaudito. Este curita crea para las tablas la historia de don Juan Teorio, aguerrido tumbalocas sevillano ante cuyas diabólicas artes de seducción no hay mujer que se resista.

Seduce y burla a un sinnúmero de damas, hasta que termina matando en duelo al padre de una de ellas, un encopetado comendador.

En el colmo de la audacia, va una noche al panteón donde está sepultada su víctima, de quien se mofa cogiéndole las barbas a la estatua de piedra que perpetúa su figura. En seguida, invita al pétreo personaje a una cena en su casa.

El convidado de piedra acude puntualmente y le corresponde la invitación a su homicida. Don Juan concurre, su anfitrión le agarra una mano y sin más dilaciones lo zampa en el infierno en pago de sus pecados.

En suma, un sartal de necedades. Pero aquí viene lo inimaginable. El frailecito se gana el gordo de la lotería. Pasa el tiempo y numerosos escritores egregios (y hasta un músico genial como Mozart) se enamoran obsesivamente de la figura y la leyenda del dichoso don Juan y empiezan a repetirlas sin descanso a lo largo de los siglos y en todas las latitudes.

La lista no es corta: Molière, Goldoni, Lord Byron, Mozart, Richard Strauss, Espronceda, Zorrilla, Dumas, Merimée, Puschkin, Montherlant, Rostand, Bernard Shaw, Tennessee Williams y Bertolt Brecht.

¡Menuda caterva de copietas! ¡Ni que fuera papá lindo el tal Don Juan! Desde luego, hay que admitir que este personaje y su repetidísima historia también le hicieron un aporte notable a la psicología científica de nuestros días: los grandes maestros de la misma han llegado a probar que el Don Juan típico, lejos de ser el poderoso súper-macho que aparenta, no es más, en el fondo, que un vergonzoso cripto-pederasta.

¿Qué otra descabellada historia recuerda? Escríbanos en el recuadro de comentarios

         

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abril
26 / 2019