¿El amor es una deliciosa mentira?

Jorge Valencia Jaramillo autor de 'El corazón derrotado', no es un optimista ni mucho menos, pero va en contravía de los clichés que alimentan el ideal del amor eterno.
 
¿El amor es una deliciosa mentira?
Foto: Pexels/ CC BY 0.0
POR: 
Alfredo Iriarte

Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 270 de septiembre de 1992

Este gratísimo coloquio no se desarrolló con Jorge Valencia Jaramillo el congresista y prestigioso dirigente político, ni con el apóstol de la cultura que es hoy el alma de la Feria Anual del Libro en Bogotá y el presidente de la Cámara Colombiana del Libro, sino con un Jorge Valencia que muchos colombianos estamos descubriendo en los últimos meses con algo de sorpresa y admiración sin reservas:

El soberbio poeta que acaba de regalarnos, con El corazón derrotado, un poemario de factura sobria e intachable, y triste y desolador hasta extremos delirantes su esencia, que plantea sin afeites al amigo, al cómplice, al hermano lector, la acre realidad que es el balance definitivo del amor, no obstante la intensidad incomparable de sus mejores momentos, de sus clímax efímeros, de sus tentativas tan fugaces como desesperadas de identificación con la eternidad.

En el abrigo amable de la biblioteca de Jorge nos reunimos una tarde a dialogar sobre ese tema infinito y apasionante, a intercambiar ideas, y este fue, en lo medular, el resultado de ese coloquio, no apto para optimistas irreductibles.

Bien conocida es, por supuesto, la curva que casi fatalmente suele recorrer el amor, la apoteosis de la jubilosa erupción inicial que, desde luego, agota todos los adjetivos posibles ante su intensidad vertiginosa.

Es la alborozada restauración del paraíso perdido; la plena certidumbre de que sí puede existir una felicidad que triunfe sin dificultades sobre el tedio, el olvido, el desamor y aun la muerte.

Pero pasa el tiempo, las tórridas temperaturas de ayer se van aproximando con gradual seguridad al cero aterrador, y la pareja de amantes, si es que aún se halla unida, comienza a girar perezosamente en torno a un sol apagado y melancólico.

Es entonces cuando empiezan, de lado y lado, las tenaces añoranzas del pasado y cuando, en medio de la rutina implacable y sofocante, ambos se dan a la vana tarea de creer en el regreso de los días pretéritos e inclusive a empecinarse por los medios más peregrinos en hacerlos retornar.

Durante la fase de la efervescencia y el deslumbramiento iniciales, todo es tolerable. Ambos integrantes de la pareja pueden ser irascibles, ignorantes, incultos, ásperos, mal educados, erráticos.

Nada de eso importa. Se supone y presume que el amor todo lo puede y a todo se sobrepone. Pero acontece que con el paso del tiempo se va afinando la selectividad y aquellas taras y defectos, hasta ayer no más irrelevantes, se van tornando más y más insufribles.

Jorge trae de manera muy oportuna el caso de las diferencias de formación cultural. Mientras dura la erupción, mientras no se aplaca el sismo, tales diferencias, si las hay, para nada repercuten en el éxtasis maravilloso del amor.

Pero una vez llegado el sosiego, comienzan a hacerse protuberantes hasta alcanzar el grado de intolerables. Me parece oportuno entonces, en este punto, relatarle a Jorje el caso de cierta amiga mía, mujer de una cultura y un refinamiento de verdad exquisitos, que se casó con un lindo petimetre, tan vacío y palurdo en su interior, como llamativo en lo externo.

Al cabo de algún tiempo ocurrió lo inevitable. Ella se exasperó con el currutaco y lo despachó sin miramientos. En una oportunidad, conversando con ella, le hice la pregunta de rigor: cómo había podido casarse con semejante estúpido. Su respuesta fue breve, concreta y fulminante como un disparo:

-¡La pinta, mijo!

Puestos de acuerdo en que el matrimonio con toda su abrumadora carga de rutina, es el más inclemente verdugo del amor, nos mostramos mi interlocutor y yo igualmente conformes en que la única posible terapia salvadora es el ejercicio del amor a distancia.

Cada cual en su habitáculo y ambos exentos de la obligación imperiosa de verse, toparse y convivir a toda hora. Reivindicando el santo derecho a la soledad periódica. Aislándose sin tropiezos en los degradantes períodos de gripas y trastornos digestivos.

Reuniéndose, en fin, con relativa frecuencia pero siempre a impulsos de un consenso espontáneo y jubiloso.

Afirma Jorge que no hay relación de ninguna índole que sea posible basada exclusiva y rigurosamente en la verdad. Y en las parejas se presenta en este aspecto un gravísimo problema, una desigualdad inconciliable que consiste en la maestría congénita de la mujer en el arte de mentir, paralela con la casi ridícula torpeza que solemos mostrar los hombres en la práctica de ese antiguo menester.

Y mucha atención: no queremos con esto decir que las mujeres mientan más que los varones. Es que saben hacerlo con asombrosa pericia, en tanto que nosotros, por más que pongamos la imaginación a funcionar a toda máquina para urdir unos embustes que en principio nos parecen perfectos, siempre somos cogidos en nuestras mentiras de la manera más oprobiosa.

Pero aquí se impone una aclaración: los hombres somos capaces de engañar a otros hombres con nuestros embustes. El empeño que deberíamos abandonar para siempre es el de embaucar a las mujeres. Ninguna mujer ha caído jamás en la trampa de las imposturas masculinas.

Por el contrario, los artificios de la mendacidad femenina cuentan de antemano con el crédito irrestricto de los varones. De ahí que los cuernos sean apéndices exclusivos de cabezas masculinas. Y de ahí que en esta guerra sorda e inacabable los hombres llevemos siempre las de perder.

Entramos con Jorge en el campo minado de la actitud de los dos sexos ante el perdón y coincidimos en un postulado esencial: las mujeres no perdonan ningún agravio por minúsculo que sea y, como si fuera poco, sus rencores no desfallecen jamás; por el contrario, se nutren y engordan con el tiempo.

Las mujeres son tan incapaces de perdonar como lo somos los hombres de dar a luz. Pero eso no es lo grave para nosotros, los desvalidos machos, que perdonamos y absolvemos con largueza incontrolada. No es eso lo que nos coloca, como en el caso del arte de mentir, en una escandalosa desigualdad de condiciones. Lo funesto para nosotros en este campo es que las mujeres fingen perdonar y nosotros, claro está, les creemos.

Pero no hay tal. Es precisamente a partir del momento en que anuncian pomposamente su indulgencia, cuando se inicia el proceso del cobro infinito; de golpear y herir con sádica periodicidad al desdichado que ya se creía absuelto y redimido; de enrostrarle sin clemencia su pecado, así lleve muchos años de estar descansando en ultratumba.

En El itinerario del tren crepuscular, sin duda la obra maestra de su narrativa corta, Pedro Gómez Valderrama recrea el caso de la esposa de un aguerrido general de nuestras contiendas civiles, cuyas infidelidades, por supuesto, no perdonó jamás.

Ya ha muerto el general, y la adusta señora piensa en qué haría si su marido tornara a la vida rogándole que lo perdonase por sus deslices.”Y estaba dispuesta a hacerlo-escribe el narrador-, sin duda con esa crueldad anticipada con que las mujeres perdonan para poder inferir sufrimientos al arrepentido”.

De ahí la tétrica institución de las cantaletas: esas monocordes efusiones de verborrea sin pausas ni puntuación ni treguas misericordiosas con que las mujeres dan curso franco a sus rencores y cuya intensidad homicida puede no decaer en días, semanas y acaso meses.

Los varones, por el contrario, somos sinceros y entrañables en el perdón, claro está que cuando lo otorgamos. En otras palabras, perdonamos o no perdonamos, pero en ningún caso efectuamos cobros extemporáneos después de haber impartido una absolución.

No es que invariablemente perdonemos; es que cuando lo hacemos, lo hacemos de verdad. Los dos protagonistas de este coloquio creemos, en este orden de ideas, que es preciso reivindicar al cornudo y dejar de hacerlo víctima permanente de toda suerte de befas y escarnios.

El astado por lo general perdona aunque su benevolencia asuma diversas formas. Unas veces porta con paciencia sus ornamentos frontales, con lo cual da una muestra fehaciente de indulgencia; otras, acoge a la infiel arrepentida, con lo cual le está dando garantía de absolución plenaria; en otras ocasiones (que ya casi no se ven en la actualidad) mata al amante pero deja viva a la adúltera, significando con ello que la perdona.

Y cuando decide no perdonar, pues sencillamente repudia a la mujer o hace moñona homicida. Pero lo que no hace en ningún caso es recibirla generosamente para luego estarle echando en cara periódicamente su desvío extraconyugal. Por todo ello estamos Jorge y yo en total acuerdo sobre la necesidad de hacer justicia erigiendo el gran monumento al cornudo anónimo.

La cubierta y la contracarátula de El corazón derrotado son detalles de un: bellísimo lienzo de Botticelli en que una mujer llora sobre la cabeza desfallecida de un hombre muerto. Anota Jorge a propósito: “Cuando una mujer pierde a su amado, no llora por haberlo perdido sino porque cree que no la quiso lo suficiente”.

Conocí hace muchos años (no decimos cuántos por vanidad masculina) a Jorge Valencia Jaramillo como un joven (aún lo es) consultor de grandes empresas. De ahí en adelante no dejé de seguir con vivo interés su exitosa trayectoria en diversos campos de actividad.

Por ejemplo, como alcalde de Medellín, Jorge fue el gestor afortunado de una fecunda y gratificante visita que hizo Jorge Luis Borges a Colombia. Todo el país ha sido testigo de su brillante carrera tanto en la política como en la promoción de grandes empresas culturales, entre las que se destacan la Cámara Colombiana del Libro y la Feria del Libro.

A todas estas el poeta seguía oculto, hasta la reciente y soberbia erupción que es motivo del presente diálogo, y de la cual presentamos a los lectores una breve muestra.

LA REALIDAD DEL SUEÑO

Cómo quisiera que todos los
hombres
Del mundo
Fueran ciegos
Y que sólo yo pudiera mirar
Extasiado
Tu hermosura.
O que todos pudieran verte
Como eres
Y que yo fuera irremediablemente
ciego.
Te juro que nadie sería capaz
Como yo
De imaginar y cantar tu belleza.
Lo triste de este sueño brutal
Es saber que no existes.

SIMILITUDES

I
Un hombre corta a machetazos
Los árboles de mi jardín.
Mientras caen sus ramas
Estremecido siento
Que se me parte el alma.
Hoy corre la sangre por el bosque.
No sería de extrañar, sin embargo,
Que a su manera, este hombre
También amara los árboles.
Sólo que ahora
Su oficio es la muerte.

II
El crimen me recuerda
Sin poder evitarlo
La forma como tú me amabas.
Cortando siempre aquí y allá
Sin importar la sangre que corriera.

MUJERES

¿Mujeres?
Prefiero otra copa de vino
Y aquella hermosa, hermosísima
canción
Sobre la muerte.

MALDICIÓN

Nadie es perfecto
Ni siquiera Dios:
Te hizo a ti.

TOTALMENTE MUJER

Totalmente, sin una sombra
En el primer segundo
Tú me conociste.
Toda la vida, sí, toda la vida
Absolutamente toda ha pasado
Y aún no sé quién eres.

         

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septiembre
5 / 2018