Luis Carlos López, el poeta de la vida cotidiana
Juan Gossaín
“Se llama poesía a la rebelión
del hombre contra el hecho de
ser lo que es”, James Branch Cabell.
Mientras fracasaba como vendedor de aceitunas griegas y cebollitas en vinagre, el poeta Luis Carlos López estaba recostado a la puerta de su tienda de enlatados ultramarinos, escaso de clientela, arrullado por la modorra del mediodía, en el centro colonial de Cartagena de Indias, cuando vio pasar por la acera del frente al legendario presbítero que prestaba indulgencias plenarias al veinte por ciento mensual, canijo, con su cuello de ganso y leyendo un misal.
Fue precisamente en ese momento, mientras engrasaba el fusil de la palabra, cuando el poeta sublevado que se atrincheraba en su espíritu derrotó al comerciante que pretendía ser, como ya había derrotado también al aprendiz de dibujante, al estudiante de medicina, al periodista y al diplomático.
Entonces, observando a monseñor desde el fondo de su mirada oblicua, y a pesar de las reprimendas de su propia familia, que financió con enorme esfuerzo la instalación de ese depósito de sardinas españolas para que cogiera juicio y se convirtiera en un hombre útil a la sociedad, no tuvo más remedio que hacerse la célebre pregunta que habría de cambiar para siempre su destino de mercader y, de paso, el destino de la poesía colombiana: ¿qué hago con este fusil? Ya se sabe que la poesía es un arma cargada, como todo lo que tiene nombre de mujer, y disparando con ella sus ráfagas de perdigones acribillaría para siempre al cisne de plumaje engañoso que volaba feliz entre los algodonales del romanticismo literario.
Gracias al retraso de aquella siesta, la obra que Luis Carlos López nos dejó por herencia, cada vez más reconocida y elogiada, se ha convertido, como la antigua propaganda de una empresa comercial, en patrimonio y orgullo de los colombianos. Aprendió a describir su aldea, como recomendaba Tolstoi, hasta volverse universal. Y hasta volverla. Contra lo que pensaban sus contemporáneos, y lo que siguen pensando los críticos que agotan su diccionario de encomios, no fue cómico, ni amargado, ni gracioso, ni envidioso, ni ingenioso, ni siquiera tuerto, aunque tenía una mirada desobediente, eso sí.
Con ese fusil imaginario, que desde entonces llevaría terciado en bandolera, se convirtió en un poeta inmenso, como pocos lo han sido, lo cual vale más que cualquier cosa, pero menos, en todo caso, que el cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos.
De poetas y de cómicos
Quién quita que el responsable haya sido el nieto de aquel mismo juez que con el paso de los años le fue cogiendo confianza al prevaricato. O quizás un sobrino del tendero estafador. Tampoco parece muy inocente, así que digamos, la hermana menor del alcalde que metía su mano donde no debía. A lo mejor se lo debemos a algún pariente lejano del arzobispo prestamista que no tuvo hijos, o al yerno aventajado del gran tigre cebado que se comía a los burros de su corral aliñados con la salsa sabrosa de la usura.
Tengo sobrados motivos para sospechar que todos ellos, juntos, descendientes de sus víctimas, fueron quienes se desquitaron de él haciéndole creer a la gente, “la buena gente de mirar de buey”, que Luis Carlos López no había sido más que un humorista aldeano que vivía en Cartagena de Indias sin oficio conocido y que, por lo tanto, se dedicó a perder el tiempo escribiendo chistes en verso para embromar a sus amigos, y que de toda aquella obra solo sobrevive, como una curiosidad para distraer a los turistas, el monumento dedicado a unos zapatos viejos, el más gracioso entre los lugares públicos de una ciudad tachonada de estatuas, de mar, de ciénagas, de murallas, de historia, de atardeceres. Y de zánganos.
Es probable que el dinero necesario para solventar los costos de semejante conspiración de damnificados hubiese provenido del mismo banquero de aquella señora “flaca y fría”, que tenía veleidades de pianista y en cierta velada nocturna ejecutaba sin piedad una sonata, “con alevosía y premeditación”. El poeta, que la oía con el codo apoyado en la cola del piano, se preguntaba por qué diablos Mozart no se había dedicado mejor a la albañilería.
En todo caso, los integrantes de esa fauna humana, a la que el Tuerto López llamaba “caterva de vencejos”, lograron una venganza exquisita, pero pasajera. En su afán por quitarse de encima semejante pulga poética que les picaba la espalda hasta sacarles roncha, se salieron con la suya durante medio siglo.
Lograron que perdurara la superchería del humorista aldeano, autor de unos sonetos risueños e inofensivos, los mismos que, a fuerza de repetir semejante impostura, acabaron por convertirse en la receta apropiada para reír a mandíbula batiente en el sarao de los sábados o para hacer la digestión después del almuerzo, a la hora en que el vasto territorio del Caribe chapalea como un náufrago en la sopa de calor.
En esa trampa dialéctica cayeron desde críticos generalmente juiciosos hasta académicos avisados, pasando por lectores de criterio tan respetable como Baldomero Sanín Cano, que solía ser atinado al juzgar libros y hombres. Lo calificó de “humorista penetrante y sano” en una definición virginal.
La leyenda negra del bufón pueblerino que divertía al vecindario con sus ocurrencias fue creciendo hasta cuando a algún integrante de la caterva se le ocurrió añadirle el cuento del bohemio vergonzoso, una especie de crápula que se sentaba cada noche en los salones de “El Bodegón” a beber trago hasta caer borracho, repartiendo trompadas, lanzando improperios, cantando boleros, esperando el amanecer, mientras le venían a la mollera gracejos y versos fáciles sin mayor esfuerzo.
Fábulas de pacotilla, mentiras parroquiales en las que suelen revolverse, como en la mezcolanza de una cacharrería, lo pintoresco con la mala índole, la farándula con el arte, los dimes con los diretes. Sainetes de tierra caliente. Nada es más falso que esa imagen.
El Tuerto López, por el contrario, era un hombre retraído, casi un misántropo –a la manera de la “misantrópica tarde campesina” de su poema–, que hablaba con poca gente, solo salía de su casa de vez en cuando, para escanciar una copita de ajenjo o de anís en compañía de unos cuantos amigos escogidos, y dedicaba su tiempo al quehacer literario, a trabajar la dura piedra de sus versos con una rigurosa seriedad de artesano.
De cómo se acabó la falacia
No podía haber sido otro. Rubén Darío, el indígena de Nicaragua que cambió para siempre la forma de escribir poesía en lengua castellana, fue el primero que percibió los destellos de una piedra preciosa en medio del barro. Dijo la verdad completa en unas pocas palabras. Para hacerlo le bastó una frase:
“Aquí hay un gran poeta; sin duda, un gran poeta”, exclamó el maestro ante sus contertulios, golpeado por el asombro, cuando llegó a sus manos un modesto cuadernillo de versos, Posturas difíciles, que le enviaron por pura cortesía los editores madrileños de la imprenta de Pueyo. El Tuerto era por entonces un escritor anónimo de veinticinco años que vivía en un poblachón soñoliento al otro lado del mundo, al que ya le había pasado su “edad de folletín”.
Cincuenta años después, en Bogotá, apareció Jorge Zalamea, ya desde entonces el mejor retórico de la las letras colombianas, que en el éxtasis de su entusiasmo emprendió la aventura de compilar la obra casi completa de López, la parte que le fue posible recoger hasta entonces. Le puso el título consagratorio de La comedia tropical.
Gracias a su trabajo de recolección, hecho con el mismo amor de un cosechero, Colombia supo entonces, y solo entonces, que entre las cuatro paredes de un poema puede desfilar completo, descrito con mano maestra, el gran teatro de la aldea, el séquito municipal, la comparsa del campanario compuesta por marionetas y manipuladores, señores y vasallos, protagonistas y segundones, la pantomima y el llanto, el aristócrata embrutecido por la rutina y el advenedizo sonriente, la rancia familia arruinada y el ganadero que engorda al compás de sus vacas, el peluquero masón que oye misa de hinojos pero habla bien de Voltaire, la beata asustadiza que madruga junto al desparpajo de la pecadora impenitente que se pasea por la calle meneando su caderamen de mulata al compás de la brisa. La verdad, en fin, acorralada por una pandilla de apariencias. O al revés, que da igual. La farsa y el drama. Tragedia y comedia al mismo tiempo. La tragicomedia tropical.
Mientras se cocina a fuego lento semejante sancocho de gente, en el fondo de la cazuela está la ciudad inmóvil, que ronca a pierna suelta desde los tiempos de la Colonia, adormecida por el tedio, sitiada por el olvido, acunada por la gloria. Hay un solo vecino que se atreve a romper en astillas la modorra. Es Luis Carlos López, que zumba sin descanso en torno del fogón, como la abeja venenosa del desengaño. El poeta es la cocinera encargada de revolver el potaje, de aliñarlo y de probarlo para ver si ya está a punto. El resultado de aquel condumio, dice Cobo Borda, “tiene humor, pero también compasión”.
¿Humor? ¿Acaso es humor lo suyo? Otros eruditos consideran que es amargura, en el mejor sentido de la palabra, que es el sentido del desencanto espiritual. O en el peor, que es la envidia. Hablando acá, en la trastienda, tengo para mí que se trata de algo mucho más profundo que el humor, más recóndito que el salero castellano, más elaborado que la amargura, más sólido que la simple envidia y más depurado que la compasión. Es la insurrección. Es la mirada estremecedora de un hombre que se ha rebelado contra los síntomas de la decadencia sin alzar la voz.
No grita: susurra entre las sombras de la cocina, donde su mujer prepara el guisado del almuerzo, al tiempo que él garabatea sonetos en las mismas bolsas amarillentas, sucias de grasa, en que el tendero tramposo empaca los alimentos. Un lápiz rústico, de punta roma, acribillado de mordiscos: ese es todo su armamento. Tampoco necesita más.
De la bilis y el ingenio
No es aconsejable catalogar como un simpático arranque de humor, sin correr el riesgo de incurrir en un disparate, el hecho de comparar el amor contrariado que se le profesa a la ciudad nativa, tras propinarle una reprimenda bíblica, con el cariño que “uno les tiene a sus zapatos viejos”.
Es un arrebato de dulzura hogareña, casi marital, un piropo de dormitorio, afectuoso pero con ciertas reservas, salpicado de cautela, como quien luego de treinta años de matrimonio ve a su mujer peinándose desnuda ante el espejo de la alcoba, y le descubre las primeras cicatrices de cesárea, celulitis en el muslo, la flacidez de los senos, las nalgas escurridas, y desde la cama le manda un beso con la punta de los dedos. No se trata de humorismo ni de burla. Es una manera de comprender que hemos envejecido juntos y que las mataduras nos están sitiando a ambos. Es un resquicio del amor cotidiano.
El Tuerto López, que parece implacable contra todo el mundo, a veces se deja mecer en la hamaca de un acto justiciero, y si bien es cierto que llega hasta la crueldad sangrienta cuando se trata de haraganes, embusteros, vividores, simuladores y parásitos, también lo es que se muestra solidariamente piadoso con el que compasión merece: el organillero sin clientes, la loquita empolvada que arrastra sus chancletas en una casa asediada por la telaraña, el cura de almas que cuida enfermos sin haber desayunado, mientras su jerarca se ocupa de esquilmar a las ovejas cobrando los réditos por adelantado.
Sin embargo, mientras avanza por ese camino erizado de púas, el poeta encuentra una tercera vía, que no consiste en la simpleza de condenar a los villanos y perdonar a los humildes, porque para eso se escribieron las peores novelas románticas, sino en hacer una especie de amasijo, una argamasa de mordacidades, entremezclando la hidalguía con lo bellaco que anida en el espíritu humano.
Para eso sirve la sabiduría, que rompe moldes y se sale de la manada. A riesgo de parecer cruel, hay un ramalazo de ternura pero también de crudeza en las imágenes que dedicó a su flautista hambriento. No es posible olvidar que crudeza no viene de crueldad, sino de crudo, que es lo que no se puede comer, tal como sucede con las insidias de la realidad.
Crudeza es lo áspero, aunque parezca ser lo cruel. Como ocurre con frecuencia en la obra de López, el título del poema es una celada con apariencia cándida: se llama “Fresco amanecer”. Como Goya, a cuya estirpe pertenece, el poeta nos va soltando claroscuros engañosos a lo largo del recorrido. Empieza a salir el sol sobre una joroba de la cordillera. Se apaga el último farol de la barriada. Flota en la mañana acabada de lavar una fragancia de café y cocina. Y, de repente,
hecho un ovillo a sombra de tejado
plañe un ciego en su flauta. El infeliz,
como aspira un perfume a pollo asado,
cierra los ojos y abre la nariz…
De pronto se me ha ocurrido pensar que el humor sí abunda a lo largo del universo original creado por el Tuerto López, pero no en la acepción ingeniosa de esa palabra, que se refiere a una demostración de jovialidad y agudeza, sino en sus implicaciones orgánicas, que son mucho más humanas pero menos agradables para el gusto de la buena burguesía.
Los fisiólogos saben que cualquiera de los líquidos del cuerpo se llama humor. La saliva, la baba pastosa, la flema y los mocos, la bilis espesa, la orina, un poco de pus, la misma sangre. Miserias, impurezas, inmundicias: la pequeñez de la condición humana. Así es la poesía del Tuerto López, atravesada por cartílagos y huesos. El hombre es infamia y grandeza. El gran poeta lo sabe.
El verdadero espíritu de la originalidad no está, pues, en humoradas de menor cuantía, sino en el inmenso talento que se requiere para escribir como él escribía y en darle al alma propia la templanza que se necesita para ir viviendo mientras se escribe. Después de conocida la antología de Zalamea, otro colega suyo, Juan Lozano y Lozano, escribió aquel ensayo demoledor con el que puso las cosas en su sitio:
“En un país de versificadores fáciles, que pretenden pasar a la posteridad con treinta palabras y un fascículo de poemas, Luis Carlos López ha creado la obra más importante, la más auténtica y personal. Es decir, la poesía verdadera”. Sin titubear, Lozano se refirió a él como “el primer poeta de Colombia”.
La leyenda negra del señor gracioso desapareció por fin en los años finales del siglo veinte, cuando Guillermo Alberto Arévalo, en un prólogo a la Poesía completa de Luis Carlos López, se lanzó a la turbulencia de las mismas aguas quijotescas para devolverle su condición de poeta incomparable y rescatar sus valores genuinos.
Joven entusiasta, armado de paciencia y de un fervor que se parecía a la fiebre del paludismo, Arévalo se enfrascó en unas investigaciones interminables, sembradas de espinas, con las cuales sorprendió a los colombianos, empezando por los propios cartageneros. Fue entonces cuando la comicidad empezó a cambiarse por el respeto. Ya no eran chanzas. Y la risa fácil se volvió admiración.
De lo bello en la vulgaridad cotidiana
La palabra ingenioso no merece mayor confianza porque sus alcances suelen suele ser imprecisos en la lengua española. En el habla coloquial significa cualquier cosa que uno quiera pensar. Ingenioso es el bromista chispeante que sale por televisión, pero también es un sinónimo despectivo de mañoso, sin olvidar el caso de algunos pueblos centroamericanos que le dicen ingenioso al que va vestido de harapos.
La falta de entereza de dicha palabreja ha llegado al colmo de permitir que la utilicen, desde hace cuatrocientos años, para denominar ingenio a cualquier máquina o artificio mecánico –especialmente los de guerra–, pero también, y al mismo tiempo, al conjunto de aparatos e instalaciones con los que se obtiene el azúcar de la caña. De manera, pues, que cualquiera es ingenioso y cualquiera es un ingenio, hasta un trapiche.
Pero no es un ingenioso cualquiera el que tiene suficiente corazón para encontrar los rastros de la belleza en las vulgaridades rutinarias, especialmente si se escribe en una época como la que le correspondió al Tuerto, agobiada por los encajes poéticos del romanticismo, que en su apogeo veía cisnes de cuello blanco donde no había más que un gallinazo merodeando la carroña, o doncellas encantadas en el cuerpo de unas campesinas piojosas, o copos de nieve nórdica en unos callejones cubiertos de charcos apestosos del centro de Bogotá.
Ese es el primero, y quizás el mayor, entre sus numerosos méritos: haberse sublevado contra las arandelas líricas en nombre de la realidad, pero con el propósito de transformarla. No era suficiente con denunciarla. De eso se encarga el periodismo. Había que vencer las ruindades de la vida diaria mediante el recurso novedoso de valerse de ellas, aprovechándolas, parapetándose encima de sus hombros, exprimiéndoles la última gota de jugo, en lugar de rechazarlas con un desprecio olímpico, como habían hecho hasta entonces sus colegas.
James Alstrum, en su admirable estudio La poesía de Luis Carlos López y la tradición de la antiliteratura en las letras hispánica, publicado en 1986 por la biblioteca del Banco de la República de Colombia, sostiene que es necesario situar al Tuerto López dentro de esa tradición, tan antigua que aparece en nuestra lengua desde el siglo XII, y que comienza con antepasados ilustres como el Arcipreste de Hita.
Fue él quien resolvió que la poesía era un instrumento válido para burlarse con refinada ironía de la sociedad y las costumbres de la Edad Media. “Era –dice Alstrum– una nueva forma de escribir en castellano, una crítica mordaz, una percepción revisionista de la literatura”. Una ruptura, ni más ni menos.
En el campo de la novela, Cervantes hizo lo propio en el Quijote y Valle Inclán le siguió con sus “esperpentos”. América acrecentó ese honroso patrimonio a través de la poesía de Luis Carlos López. El Tuerto se percató a tiempo, como su abuelo Quevedo, de que la vida es una parodia. A ello se debe su inigualable originalidad. Por eso, en cada estrofa suya hay una marca personal, una huella registrada que se volvió imborrable, una pista genética como los ácidos componentes de la sangre, un estilo propio e inconfundible, a pesar de la gigantesca oleada de imitadores.
A la palabrería enjoyada de su tiempo, López le dio un lenguaje nuevo y una nueva manera de mirar: el faro que guiaba a los navegantes desde la playa le recordaba la burda forma de un erecto pene, la porquería de perro en un pretil también merece un verso, el viejo mar que frunce en cada tumbo su entrecejo canoso, la humilde máquina de coser “Singer” que ayuda a malcomer, y es entonces cuando la fragancia del pescado frito reemplaza en la poesía colombiana a la ambrosía helada del parnaso, hasta que el poeta comete finalmente la temeridad de expresar su máxima ambición en este mundo: morir sentado en eso que hoy llaman inodoro.
Destrozó entre sus manos, sin miramiento alguno, la palabra decorativa y el adjetivo vaporoso, hasta insuflarles con su propio aliento un calor humano. En sus versos el sol tiene una faz clorótica, como si sufriera de anemia verdosa, y la luna, que tanto hacía suspirar a los poetas de la decadencia, la misma luna a la que Julio Flórez llamó “ave de luz”, ahora es un vulgar testigo de cargo que ve al juez municipal robar en despoblado, mientras un perro miserable le ladra con entusiasmo, cabeceando hacia el cielo, porque acaba de confundirla con un gran queso de bola, uno de esos quesos holandeses, amarillos y mantecosos, que se derriten en las vidrieras de las charcuterías.
Esa es la clave de su auténtica grandeza. El Tuerto López tenía el don sobrenatural del contraste, de oponer lo sublime a lo ordinario, sin resultar chocante ni permitir jamás que se aplebeyara un verso.
No es posible hallar una sola ramplonería en ese ejercicio altamente peligroso de desplazarse por la cuerda floja en que caminan de frente el oro y la escoria, cara a cara, mirándose a los ojos, pero sin tropezar. Hay algo de magia en esa demostración. Es el “desacuerdo armónico” del que hablaba su coterráneo, el novelista Germán Espinosa, y que lejos de ensuciar el poema con una chabacanería, lo que hace es enriquecerlo hasta extremos insospechados.
A ello se debe, además, que en cualquier esquina de su obra se tropiece uno, como si estuviera en las callejuelas de Cartagena de Indias, con exageraciones y contrastes hirientes que lo esperan agazapados, sin disimulo ni embozo.
Cuando García Márquez todavía andaba gateando en el dormitorio de su abuela, y faltaban veinte años para que escribiera la primera página de su vida, ya el Tuerto López había descubierto, en los mismos escenarios donde la brisa salitrosa carcome a la gente, que a nivel del mar la desmesura tiene su sitio propio y un valor formidable en la tarea literaria, porque se trataba de una lucha titánica entre la realidad amarga y aquel lirismo almibarado que terminó por volverse empalagoso.
López comprendió que cuando el relato se está poniendo demasiado solemne, para devolverle su dimensión terrenal no existe más remedio que hacerlo aterrizar de un porrazo sobre el duro suelo de la realidad, con algo de gracia, y evitando el riesgo de descalabrarlo. Se produce entonces la apoteosis del disparate, más que de la tragedia, como le aconteció al flautista ciego.
Esa es la mejor herencia que pudo dejarles a quienes desde entonces escriben en castellano, ya sea en verso o en prosa, incluyendo a los ganadores del premio Nobel, porque en ella radica su aporte más invaluable, entre tantos otros.
Nadie podía haberlo descrito mejor que él mismo, cuando se fue de cónsul colombiano a Munich. Desde allí, con el ánimo reflexivo que imprime la severidad alemana, y con la visión panorámica que se impone al alejarse de la fascinación del trópico, escribió una genuina declaración de principios, dedicada al poeta Luis Carlos Visbal, su tocayo y cofrade, a quien aconseja que les deje a otros bardos las hilachas del lirismo desenfrenado y los últimos ripios del romanticismo, los cuales enumera a guisa de ejemplo con cuatro lugares comunes:
“la sonrosada aurora”, “la negra desventura”,
“los ojos de azabache”, “la boca de coral”.
De la palabra a la melodía
La originalidad, el contraste entre grandeza y miseria, su exitosa batalla contra los desafueros de la sensiblería, el talento para desafiar a la realidad lucrándose de ella, saber, en fin, cómo es que se le tuerce el cuello al cisne con la resuelta energía de la cocinera que despescueza una gallina: he ahí su artillería pesada a la hora de enfrentarse con la bolsa de papel en blanco. La vida es un combate.
Hay que decir, a riesgo de desalentar a los poetas jóvenes, que tantas virtudes juntas no son suficientes para escribir una obra inmortal. El auténtico esplendor literario no se cocina sólo con esos ingredientes. Es menester añadirle la sabiduría que un poeta requiere para enfrentarse a los desalientos que provoca la vida y entender a cabalidad, como decía Goethe, que escribir poesía es escribir en imágenes. (Aquí vale la pena registrar, manque sea entre paréntesis, que el Tuerto fue en su juventud, una vez terminado el bachillerato, efímero estudiante de dibujo y de pintura, con énfasis en la caricatura. Nada de ello es gratuito ni se trata de meras coincidencias).
Las teorías estéticas de Chérnier giran en torno de esa incertidumbre: ¿la forma o el fondo? Se necesita el ropaje, pero también las entrañas. El clásico dilema entre el continente y su contenido. No basta con contar el cuento; hay que contarlo bien contado. Chérnier llegó a esta conclusión luminosa: el arte sirve para hacer versos, pero solo el corazón es poeta.
Cuando uno habla de Luis Carlos López, merecen un capítulo aparte su asombroso dominio de la melodía poética y de los entresijos más profundos de la lengua española, que fue adquiriendo con el paso de los años en la lectura de los clásicos. Su rudeza realista pudo haberse convertido en sangrienta, e incluso en malvada, de no haber sido por el bálsamo feliz de la palabra.
Pocos han logrado llevar el ritmo musical de la poesía a la perfección de cadencias que él logró. En sus versos siente uno, a veces, que las sílabas se mecen como un alcatraz sentado en el vaivén del oleaje. Moldeaba las palabras a su antojo porque comprendía que están hechas con la misma masa amorosa del pan del desayuno. Quijote del trópico, la ironía fue su escudo de caballero andante, la palabra fue su lanza y la musicalidad fue el trote acompasado de su Rocinante.
De un tuerto que solo era bizco
De manera, pues, que al contrario de lo que creían sus contemporáneos, Luis Carlos López no fue un cómico de fortuna, sino un filósofo del desencanto, a la manera de Diógenes, que se acostaba a dormir en la mitad de la calle, por lo que la gente de Atenas lo llamaba “perro”. De allí se desgaja la palabra “cínico”, del griego “kyon”, que se le aplicaba originalmente al que vivía la mísera existencia de los perros. Ese es también el origen de todos los canes del mundo, elegantes o callejeros, entre ellos el “mísero can” del poema de Valencia, a quien el Tuerto admiraba tanto.
A Luis Carlos López le sobró talento para mofarse de todos, uno por uno, incluso de su propia apariencia, de su mirar ladeado, de su pobreza, de su existencia adocenada, de su sarcasmo de enciclopedista francés y de su española raza. Llegó a compararse con un guacamayo “bisojo y medio cínico”. A un hombre puede vérsele a leguas la verdadera inteligencia cuando empieza por burlarse de sí mismo.
Los atenienses de Cartagena, a su turno, sin percatarse de la magnífica paradoja que iba implícita en ello, se sacaban el clavo riéndose de él en la chismografía de entrecasa, lejos de comprender que la mirada más limpia que se tendía sobre la ciudad era la mirada borrosa de aquel hombre de ojos torcidos.
A los intelectuales les merecía apenas una indulgencia olímpica porque lo consideraban poco menos que un coplista de aldea, indigno de Góngora y hasta de Bécquer. El pueblo, por su parte, no entendía la mitad de sus poemas, y la otra mitad le parecía chistosa. Entre todos lo consideraban envidioso. Tal como escribió atinadamente Guillermo Angulo, “López necesitaba armarse cada día de un gran coraje para ser como era, como él quería ser, y no como los demás esperaban que fuera”. Por último, lo llamaron “tuerto”, con desdén, sin serlo.
La historia de ese ojo hay que contarla. Era tan tímido que para salir a la calle se ponía un sombrero de tartarita, de paja redonda y dura, pero fresca, que se encasquetaba hasta las cejas para no tener la obligación de saludar a los demás, ni siquiera de vista. Iba por ahí, por alguna acera, fumando en la boquilla de alambre que él mismo había inventado para no mancharse los dedos de nicotina, cuando de repente oía sobre su cabeza la risa provocativa de las “muchachas solteronas de provincia”, que se sentaban a matar el tiempo cotorreando en la vespertina. El redondel del sombrero, que imponía sus límites hacia arriba, lo privaba de verlas, entre las enredaderas de los balcones, tomando el aire de la tarde.
Entonces, como había hecho con la boquilla, se inventó su propia máquina para observar a las mujeres sin riesgo de que lo descubrieran. Hizo un par de huecos a la altura de la visera y por allí miraba hacia arriba, como si tuviera un periscopio. Juraban los vecinos de aquel entonces que los ojos se le habían torcido a causa del doloroso esfuerzo que imponía ese modo de mirar, blanqueando los ojos hacia la frente. Es la menos verosímil entre las incontables leyendas que se han entretejido con la vida del poeta, pero es la más hermosa, sin duda alguna, tanto así que merece ser cierta.
La explicación del apodo, desgraciadamente, es menos caballerosa y va por otro lado. Habla bien de la ilustración lingüística que tenían los cartageneros de aquella época. En sus orígenes, la palabra tuerto era un adjetivo latino (tortus), que significaba torcido, como la mesa que tiene una pata coja o la mirada estrábica de un poeta. Con ese mismo sentido fue recogida en el español balbuceante de los primeros siglos, cuando los frailes de San Millán de la Cogolla se quemaban los ojos inventando un idioma a la luz de las velas. De ahí que, apoyando sus razones en la pureza del diccionario, lo llamaron “tuerto” cuando no era más que bizco.
Epílogo
Lo bautizaron, por gracia completa, Luis Carlos Bernabé del Monte Carmelo López Escauriaza, vástago de una tan estimada como empobrecida familia de caballeros castellanos y damas vascas que recalaron por aquí en alguna de las carabelas que arrastraban los huracanes del mar Caribe. Vivían de pergaminos polvorientos y de abolengos.
El hijo, como todo poeta que se respete, intentó ganarse el sustento de la manera más honrada posible, el yantar, como lo llamaba Quevedo, que es la misma manducatoria que tanto desvelaba al lazarillo de Tormes, o la “congrua subsistencia” de que hablan los códigos legales. Fue promotor de empresas editoriales, director de periódicos mercantiles, tendero de ocasión, aprendiz de médico, practicante de dibujo.
Fracasó uno por uno en cada propósito que emprendía. Fracasó porque un poeta auténtico no está condenado a tener éxito, sino a fracasar con gracia. La poesía lo estaba esperando con las garras abiertas. Ya se sabe que la poesía, como todas las mujeres, es posesiva e implacable. Benditas sean las mujeres y la poesía. Y, desde luego, benditos sean los poetas.