Apartes del libro “Sueños de 99 centavos” de la colección Inmigrantes
Alain de Beaufort (Nueva York)
Tengo una idea para escribir un best seller. Tendría lugar aquí, en Williamsburg, y su protagonista sería un asesino en serie. Cargo conmigo una libreta que compré en un almacén llamado 99 Cent Dreams, ‘Sueños de 99 centavos’. Me costó un dólar y tres centavos con el impuesto de venta. Es una libreta de Dora, la Exploradora y en ella anoto todo tipo de torturas y aberraciones sexuales. Cuando llegue el día que me siente a escribirla quiero tener estas ocurrencias a la mano como referencia.
Se me ocurre que sería chistoso y trágico que mi libreta cayera en manos extrañas. En manos, por ejemplo, de una compañera de trabajo a la cual no creo caerle bien. No me lo ha dicho con palabras, pero me da la sensación de que ella piensa que soy ridículo.
“Se te olvidó colocar la cuchara para la sopa de la mesa seis”, me dijo el otro día.
“Lo siento, tengo problemas en la casa”, le dije yo.
“¿De qué hablas?”.
Yo me encogí de hombros porque no supe explicarle que soy adicto al chiste flojo.
Su ceño estaba tan fruncido que creo que se demoró media hora en desarrugarse.
Pero yo no tengo nada contra ella. Me parece talentosa. Hace unos dibujos abstractos en tinta que parecen cortes horizontales de troncos de árbol. Son neuróticamente detallados: se demora semanas enteras terminando una obra.
Me gustaría tener un talento. Que alguien dijera: “¡Ese Alain es un putas para volar cometas!” o “Nadie le llega a los tobillos al Alain en cuestión de Súper Mario Bros.”.
Me han dicho que soy bueno para animar fiestas y dormir bebés, pero creo que solo lo dicen para hacerme sentir mejor cuando me auto-compadezco.
En mi fantasía le mandaría un par de capítulos a todas las casas editoriales gigantes y ellas se pelearían por mi manuscrito. Random House, la misma que publicó El Código Da Vinci, saldría ganando luego de darme un anticipo de cinco millones de dólares. Esa misma noche saldría con mi esposa y mi hijo a celebrar a Daniel, el mejor restaurante francés de Nueva York (o por lo menos el más caro). Pero antes iríamos de compras a Bergdorf’s porque el smoking con el que me casé tiene un roto en la manga y mi esposa siempre ha querido un par de tacones de Christian Louboutin. Gastaríamos unos cincuenta mil dólares en nuestra pinta para esa noche, incluyendo un traje confeccionado con lana asargada para mi hijo, diseñado por Tom Ford.
En el restaurante pediría una botella de Dom Pérignon Oenothèque y caviar Ossetra. Mi hijo, que tiene dos años, lo escupiría sobre el mantel blanco. Pensándolo mejor, lo dejaríamos con una niñera tibetana en una suite del hotel Gramercy.
“Hagamos un brindis”, le diría en inglés a mi esposa Amanda, porque ella es gringa.
“¿Por qué brindamos?”.
“Brindemos por nosotros que ya éramos felices sin tanta riqueza.”
“¡Chin- chín!”.
Nos tomaríamos la copa entera de un sorbo.
“¿Pero sabes qué?”, le diría yo.
“¿Qué?”.
“Siento que debo reconectarme con mis raíces bogotanas. Siento que tengo que reconectarme con lo que es real. Esto no es real, es una fantasía. Quiero que compremos una casa en Chapinero y vivamos en ella hasta que termine mi novela”.
“Está bien, pero primero pasemos unas vacaciones junto al mar”, diría ella.
Entonces pasaríamos una semana idílica en el Irotama en donde engendraríamos una hija.