Creencias de un reconquistador, de Jaime Arracó

El español, narra su vida en Bogotá, para la colección "Inmigrantes" de El Peregrino Editores. Estas son las dos primeras páginas de su libro.
 
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Jaime Arracó (Bogotá)
La situación
Había encauzado mi irrisoria energía hacía el llanto. Mi fuerza se acumuló en mi pena; en la lástima que sentía por mí. Y aunque Murakami diga que es de idiotas sentir compasión por uno mismo, yo lo hacía porque no hay nada más íntimo que eso. Pero también porque me estaba contagiando de la manera de vivir que tienen algunos colombianos: necesitaba vivir en la tristeza. Y no es a los individuos más pobres del país a quienes doblan las penurias: suelen ser los de estrato más elevado quienes ahondan en la amargura para sobrevivir con más alivio la jodienda de tener tantos privilegios. Como yo. La estratificación de clases que asigna un número a los colombianos según sus ingresos y que también numera la zona en la que viven, parece una cosa horrible, y lo es porque, no bien la correspondencia al estrato seis obligue a subsidiar los servicios de luz, gas y agua de los que viven en los estratos más pobres, no se tuvo en cuenta que la derivación de esta ayuda llevó a un clasismo apartado de los dramas; el uso del estrato no es solo ese: tu estrato eres tú, tú eres tu estrato, un número que habla por ti. Yo pertenezco al estrato número seis, y tengo el Don en el nombre, hasta la fecha.
Estaba en Bogotá, sintiéndola como la ciudad más amable en la que he vivido, con los congéneres más bellos que he encontrado, estrenando un cariño humano desconocido para mí; viviendo la concordia citadina que me proponía como la única perfecta para existir, pero sabiendo que todas las ciudades son una mierda y que algunas empiezan a oler antes que otras, y me temía poder empezar a olfatear escombros en la puerta de casa.
Faltaba un mes para que la decisión de quedarme indefinidamente en Colombia se pusiese en pie. Tras haber pasado cuatro años siendo el hijo de un diplomático en la grandiosa República de Colombia, la debilidad que me invadía era el reflejo de mi declarada verdad personal: luchaba entre seguir con mis hábitos malacostumbrados, representados por llevar una vida meticulosamente facilista, que coincidía con la de mis amigos en Colombia, o aventurarme y readaptarme a lo que debía escenificar la realidad de un país en vías de desarrollo en el año 2011.
Santa Fe de Bogotá era mi novia en ese momento: le debía mucho, pero lo exótico de su fisionomía se estaba volviendo burdo, como si a Dios se le hubiese acabado la fe para resguardar la dimensión mágica que yo le había dado a esta ciudad que me estaba consumiendo. Bogotá es como las mujeres colombianas: peligrosa y atractiva. Peligrosa por su ritmo, por sus condenados tiempos: hay que adecuarse con rapidez a esta ciudad porque te puede devorar, puede ser muy antipática y si no hermanas tu cadencia con la suya, pisando las calles con firmeza sin dejarte arrastrar por su caótica ordenanza, te destruye internamente. Y en esos días de lluvias torrenciales, viendo afluentes de las nubes por las calles, cerebros empapados y notando un frío que no apreciaba años atrás, Bogotá era muy oscura. Ritmos premiosos que me acercaban demasiado a la pereza. Los escombros en la puerta.
Atractiva es por su libertad, porque su familiaridad y su descaro son una ofrenda a los instintos olvidados. Es seductora y zalamera cuando te enseña retazos de cualquier otra ciudad del mundo con un encanto singular y divertido, sabedora de que siempre tiene un poquito más para maniatarte: puedes sentir el olor y el frescor de la Toscana yendo en moto por la carrera Séptima hasta Chía; puedes advertir la primavera en Madrid debajo de los chamizos que hay delante del hotel Casa Dann Carlton de la calle 94, puedes ver las colinas riojanas mirando hacia el Santuario de Monserrate…
El invierno, que parecía no terminar tras un año de inclemencia, las difuntas escapadas a tierra caliente, el obligado abandono del fútbol por una operación relámpago para solucionar mi hernia de disco y la falta de trabajo, me estaban enfrentando con Bogotá.
Ahora sé que puede que haya un poco de todo lo que cuento, pero que era sobre todo mi vanidad la que me cegaba: ya me sentía un reconquistador y no por despótico, sino porque los colombianos se encargaban de seguir entregándome oportunidades por unas destrezas que se me presumían, solo por el hecho de ser español. Notaba que a Colombia se llega con un alma solidaria que muta en un espíritu narcisista, muchas veces agrandado por los elogios de mis hermanos americanos y no tanto por ínfulas nacidas bajo mi propia consciencia, aunque se me tuviese por alguien con la máxima resolución, como si fuese el portador de garantías indudables.
Tenía una entrevista de trabajo, para un trabajo de oficina, con compañeros y con señoras de la limpieza que te llevan café al escritorio. Yo, que ni siquiera resguardaba lo que imaginaba que eran mis ilusiones, lo que vendía como mis esperanzas. Como le contaba al primero que se me cruzase: “los colombianos me tratáis mejor a mí que entre vosotros”, entonces sospechaba que podía seguir habitando Bogotá con ese apoyo ganado al nacer en España. Siempre se lo decía a todos, porque en verdad quiero a Colombia y siendo los extranjeros una prioridad en el uso de sus diversas opciones, creo que condiciona su crecimiento. Porque abunda el cachaco que se rinde ante el imperio español. Otros me odian y me reclaman el oro robado. Los aduladores se vanaglorian de la casticidad de sus apellidos y su genealogía, sus deseos son los de vivir en España; conocen toda nuestra historia, la arquitectura, los equipos de fútbol y sus respectivas trayectorias en las diferentes categorías, la gastronomía nacional, regional y la de casi cada casa; yo no veo con ojos redomados tal trato, me gusta, incluso me infla con engreimiento porque me han presentado una España más grande que la que he vivido.
Pero estoy en Bogotá con ganas de pertenecer a una época donde aporte al desarrollo de un país que adoro, y a veces siento que es una época de regresión, porque por mantener los caprichos de unos pocos, por conservar los hábitos de muchos para que todo sea más cojonudo y anárquico y puedan seguir diciendo que su capital es un vividero, dejan el desarrollo pertinente en un oculto costado. Se estancan en lo que les conviene y desarrollan lo más rimbombante, lo que hace de Bogotá un posible engaño tanto para los extranjeros como para ellos mismos. Una mega urbe que ha crecido con esa desproporción y ese desorden en menos de un siglo, solo puedo explicarlo comparándola con un enamoramiento de la lozanía, porque en la adolescencia y en la juventud los sentimientos mienten por uno mismo: la cabeza se deja extasiar por lo que el corazón empieza a presenciar y un solo segundo de arrobo es suficiente para idealizar una vida entera. Así es Bogotá: engaña con su monumentalidad actual, pero se olvida de su origen distinguido, ordenado y simple e idealiza unas etapas abandonadas. Algo que es suficiente para seguir captando nuestra querencia.
Yo entonces necesitaba un trabajo por aquello que dicen: el trabajo da estabilidad y tranquilidad. Eso me coligaría nuevamente con Bogotá para que cada día siguiésemos teniendo una primera cita. Lo cierto es que eran los propósitos excesivos o los sueños abandonados la razón de mi inventada malaventuranza. Por dentro se movía una confianza que anhelaba saliese a flote, porque desde el primer día me encontraba en este país aconsejado nada más que por unos sentimientos que he tenido siempre, pero que hasta ahora no me pude explicar. Bogotá ha sido la ciudad que me ha hecho querer vivir en una ciudad.

De la colección “Inmigrantes” de El Peregrino Editores.

         

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noviembre
29 / 2011