Cien años, medio siglo después

El poeta Juan Gustavo Cobo Borda escribe para Diners este sentido texto a propósito de los cincuenta años de una de las novelas más importantes de la literatura universal: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
 
Cien años, medio siglo después
Foto: Maria Clara Gomez
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Juan Gustavo Cobo Borda

La octogésima octava edición de Cien años de soledad fue publicada en diciembre de 1992 por la editorial Sudamericana en Buenos Aires, situada en la calle Humberto I, que había publicado la primera en mayo de 1967, hoy hace cincuenta años. “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, reza la primera página y a partir de allí se expande la saga desaforada de los Buendía y su territorio ya mítico: Macondo. 351 páginas después Aureliano “empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado”. Ese espejo hablado que es ya el ADN colombiano.

Allí estaban nuestras guerras civiles, con su insensatez, que es más fácil iniciarlas que concluirlas, como estamos viendo hoy día. Pero también el tesón inclaudicable con que las mujeres prolongan la especie y en cada almuerzo exaltan la vida con los frutos de la tierra, de la huerta del patio trasero. Pero donde también las barajas, la ruleta, las rifas de animalitos de colores trastruecan el azar y un joven elige su destino en el olor de humo en un cuerpo acogedor y ciertamente edípico que lo arrastrará por los caminos del mundo.

Esos caminos muestran galeones, ferrocarriles y aeroplanos. La fiebre del banano y los gringos de la United Fruit. Qué síntesis tan precisa, en el humor y en la poesía, en la lluvia sempiterna donde Macondo naufraga, como hoy Colombia con el invierno. Y con la precisión perturbadora de un idioma impregnado con los humores del cuerpo, desde el ácido úrico hasta los excrementos de cada mañana. Esa dimensión carnal y en ocasiones machista también es capaz de darnos, en el vuelo metafórico de su prosa, las dicotomías que marcan al país: costa e interior, liberales y conservadores, el delirio paranoico del poder trazando un círculo de tiza de tres metros para impedir que alguien cometiera la imprudencia de acercarse y tocarlo.

Así termina fusilando a sus compadres de guerra y la soledad se instalará en el vacío de un corazón que ya solo percibe los arañazos del tiempo en el ahora agrietado rostro de una que creyó haber amado. Porque el incesto con la tía engendrará el cierre de ese círculo fatídico, donde un niño con cola de cerdo agoniza, arrastrado por las hormigas, en medio del desafuero pasional.

García Márquez no solo retoma esbozos, apuntes, fragmentos de los libros ya publicados que ahora hallan su cabal sentido en el ceñido cosmos de Cien años y sus seis generaciones de Buendías.

Superponiéndose y desgastándose mientras Úrsula mide la repetición de los hechos y la alucinación de los episodios, en un pueblo que se encierra más en sí mismo mientras los almendros agonizan y el taller de platería labra pescaditos de oro en el hacer por deshacer, en el ensueño fugaz con que la pianola de Pietro Crespi enhebra valses melancólicos y la sala de cine al aire libre y bajo las estrellas vuelve a pasar películas, ya rayadas, de amor y aventura. Así la vida renovándose con cada nueva hornada de muchachos y muchachas que anhelan apropiarse de todo, amor, política, tierras, en rituales milenarios de misa y cortejo, de escuelas y tareas, de iniciación sexual y casas paralelas, donde la fingida compostura y el abollado esplendor de agujereados apellidos no sobreviven a la irrisión y el escarnio. La risa desvergonzada. Quimeras vueltas polvo o cruces de ceniza en la frente.

Al tener tantas facetas su recepción fue tumultuosa. En los dos volúmenes que recopilé y prologué, Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez y que el Instituto Caro y Cuervo ha reeditado, hay tal coro de voces, desde el poeta Jomi García Ascot, a quien está dedicada Cien años de soledad y que en una de las primeras reseñas la comparó a Moby Dick, hasta críticos italianos, alemanes o norteamericanos que la desmontan con destornillador, como le gustaba decir a García Márquez, cuando un escritor lee a un autor queriendo descubrir su cocina interna y los secretos de su oficio.

En mi caso su conocimiento fue muy curioso. Cada vez que Álvaro Mutis venía a Colombia, nos contaba a Ernesto Volkening y a mí cómo avanzaba la novela. La magia de las escenas cruciales, armada por la labia florida de Mutis, era lo que nos quedaba en la mente. Cuando García Márquez envió a Mutis, en México, uno de los primeros ejemplares, Mutis lo llamó y le dijo: “Me has hecho quedar como un perro con mis amigos. En el libro no está lo que me contabas”. García Márquez se rio y dijo: “Probaba contigo cada episodio para intuir si servía. Tú los compartías por el mundo y así comprobaba si funcionaban”. Medio siglo después aún creo oír a Álvaro Mutis su versión única del libro de su amigo.

Porque Cien años es la versión personal de cada lectura, en el momento en que se la hizo y las consecuencias que eso trajo, compartiéndola o añorando la edición en que se realizó. Por ello el periodista Carlos Restrepo no sabe si emocionarse o llorar cuando su abuelo, Bernardo Restrepo Maya, miembro ilustre del Grupo de Barranquilla, le regaló el ejemplar de la primera edición firmada por Gabo a una novia fugaz que desde entonces ha vuelto eterna. Así el coloquio colectivo que todos mantenemos con ese patriarca que nos sigue narrando y deslumbrando cada vez que reabrimos una de sus páginas, es un signo, cómplice y fraterno, de un país que por fin halló una de sus mejores referencias en común.

         

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junio
16 / 2017