Una vez en 1917: a cien años de la Revolución Rusa
Daniela Buitrago
El siglo XX comenzaba con las expectativas y sueños propios de quienes ven en el futuro progreso y felicidad. La Revolución Industrial prometía bienestar dentro de los vagones de sus ferrocarriles. Se habían establecido gobiernos parlamentarios y los avances técnicos-que parecían imparables- alcanzaron campos tan diversos como el armamentístico, que experimentaba un rápido crecimiento desde finales del siglo XIX y coqueteaba peligrosamente con el nacionalismo, que reivindicaba la defensa a ultranza de las nuevas naciones surgidas luego del derrocamiento de las monarquías autoritarias del siglo XVIII, y el imperialismo, que buscaba la expansión comercial y cultural de las nuevas potencias.
Las tensiones nacionalistas e imperialistas entre las distintas naciones crearon el ambiente hostil que desencadenó la Primera Guerra Mundial (1914-1918), conflicto bélico de dimensiones jamás antes vistas en el que se enfrentaron el imperio inglés, francés y ruso (Triple Entente) contra el alemán, austro-húngaro y Otomano (Triple Alianza). No obstante, en 1917 el curso de la guerra cambiaría repentinamente, así como el futuro del Imperio Ruso y del mundo occidental.
La sangre y la nieve
Para Rusia, el siglo XX vislumbraba ser todo menos prometedor. A diferencia de sus vecinos europeos, pocos habían sido los cambios que había experimentado. Su gobierno estaba en manos de la dinastía Romanov, una monarquía absoluta encabezada por el zar Nicolás II (1894-1917), la iglesia ortodoxa que reafirmaba el sistema zarista, y una aristocracia poseedora de casi toda la tierra cultivable que mantenía una relación feudal con los campesinos.
Un tardío proceso de industrialización iniciaría con la construcción del Transiberiano (1891), red ferroviaria que buscaba unir la Rusia europea con el Pacífico para explorar y aprovechar aquellos territorios orientales entonces desconocidos en el vasto imperio, a la par que surgían en las principales ciudades focos industriales a partir de los cuales aparecían los primeros trabajadores industriales, agobiados por las precarias condiciones de trabajo, que junto con los campesinos conformarían el 80% de la sociedad rusa.
En medio del clima expansionista europeo, el Imperio Ruso ocupó Machuria (1904), provincia del también en expansión imperio japonés, que no dudó en responder a la invasión torpedeando los buques instalados en Puerto Arturo y derrotando todo tipo de contraataque ruso. La incapacidad de responder exitosamente a las acciones japonesas puso en evidencia la inferioridad táctica y estratégica del ejército ruso y desencadenó el descontento de la población que, insatisfecha con las políticas militares y sociales del gobierno, salió a manifestarse pacíficamente frente al Palacio de Invierno, residencia del zar en San Petersburgo, para reclamar mejoras laborales y reformas políticas.
La respuesta fue feroz: el ejército disparó contra la multitud dejando centenares de muertos y estampando en la historia una jornada cruenta más conocida como Domingo Sangriento. La represión desató movimientos de protesta a lo largo del imperio, algunos de los cuales tuvieron tal repercusión que servirían como propaganda para legitimar el nuevo régimen en el futuro (Sergei Eisenstein, El Acorazado Potemkin. 1925), que obligaron al zar a admitir la creación de una asamblea representativa con ciertas competencias legislativas denominada Duma, lugar en que aparecieron por primera vez partidos políticos como el Constitucional Demócrata (KD), y el Socialdemócrata, dividido entre Mencheviques (moderados) y Bolcheviques (revolucionarios). A pesar de que la nueva organización logró consolidar algunas reformas sobre las condiciones laborales su limitado accionar sólo aumentó el inconformismo entre la población.
Un nuevo mundo
La Primera Guerra Mundial supuso el golpe definitivo al zarismo. En medio de la crisis social, política y económica que atravesaba el imperio, la población contemplaba atónita la incursión del ejército en una guerra internacional. En el campo político, los integrantes de la Duma habían manifestado su oposición absoluta a entrar en el conflicto, no solo porque conocían de antemano la incompetencia militar sino porque además, para finales de 1914, más de trescientos hombres rusos habían muerto en combate. Dicha cifra sería apenas el inicio de la catastrófica pérdida demográfica que para 1916 representaba la participación rusa: ocho millones de bajas entre muertos, heridos y prisioneros.
El gasto económico que significaba la participación en la guerra ocasionaba, además, alzas en los precios de los alimentos y hambre en la población trabajadora que desmoralizada y desabastecida salió a las calles en febrero-de acuerdo al calendario juliano- de 1917 a exigir pan y paz. El zar respondió nuevamente con una ofensiva militar y la detención arbitraria de todo opositor al régimen, no obstante, muchos soldados se negaron a disparar contra los manifestantes y en cambio, se unieron a la multitud.
Sin ningún aliado a quién recurrir y con un enemigo armado, Nicolás II abdicó en marzo y fue fusilado junto con su familia en 1918. Las fuerzas zaristas se rindieron. Dicho acontecimiento se conoce como la Revolución de Febrero.
Inmediatamente depuesto el zar se conformó un gobierno provisional liderado por Alexander Kerensky, líder socialdemócrata moderado que junto a miembros del KD, intentaron establecer puentes entre los requerimientos de burgueses y proletarios. Paralelamente surgieron por toda Rusia los sóviets, asambleas de obreros, campesinos y soldados que poco a poco fueron ganando prestigio y lugar en el ámbito político.
Las corrientes de cambio trajeron de vuelta en abril al intelectual Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Vladimir Lenin, quien regresaba a Petrogrado (antes San Petersburgo), luego de haber sido deportado a Siberia por su disidencia con el zarismo y vivir en el exilio en Suiza. En su primera aparición pública dejó clara su posición en el sóviet de Petrogrado: solo ellos serían capaces de llevar a cabo la revolución.
Su radicalismo causó el fraccionamiento de los socialdemócratas. Mientras los Mencheviques preferían establecer un régimen democrático al estilo europeo, los Bolcheviques se adherían a las ideas de Lenin, conocidas posteriormente como Tesis de Abril. El gobierno de Kerensky medía fuerzas con los sóviets, quienes consideraban que bajo su mando no se había respondido a las querellas que había manifestado la población, y con el ánimo de avivar la insurrección, convocaron manifestaciones en Petrogrado contra el gobierno provisional. Kerensky respondió con férreas persecuciones en las que fueron detenidos importantes líderes del movimiento como León Trotski.
La situación en los frentes de batalla empeoraba y Kerensky intentó establecer un diálogo con todos los grupos políticos, convocó un congreso que resultó ser un fracaso pues ninguno de los involucrados estaba dispuesto a ceder sus condiciones. No obstante, también había divisiones en el seno Bolchevique, algunos consideraban que no se reunían las condiciones necesarias para una revolución proletaria. La discusión quedó zanjada luego de que el Comité Central Bolchevique aprobara por diez votos a favor y dos en contra la insurrección como objetivo de la conquista del poder. Para tal fin conformaron un Comité Militar Revolucionario liderado por Trotski.
La decisión del Comité Central encontró eco en los sóviets, en la población trabajadora y campesina, que apoyó el 25 de octubre la ocupación por las armas del Palacio de Invierno y la destitución del gobierno provisional, dando por hecho el triunfo definitivo del proletariado.
Tras la toma del poder y el triunfo absoluto de sus ideales, los Bolcheviques prohibieron todo partido político o grupo disidente, firmaron la paz con Alemania (tratado de Brest-Litovsk, 1918), redistribuyeron la tierra, los capitales y los medios de producción entre la población y asumieron el poder en la figura del Consejo de los Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin.
Así se inició la construcción del primer estado socialista del mundo y la consolidación de un nuevo orden mundial, el zar se había ido pero el Tío Sam lo había sustituido. Estados Unidos entró en la guerra luego de que submarinos alemanes atacaran buques mercantes norteamericanos. Los poderes se reconfiguraron y el fantasma de Marx iniciaba el tan anhelado recorrido por Europa, sin imaginar que solo se necesitaría derribar un muro para evaporarlo.