¿Alguna vez le ha dolido tanto terminar un libro?

David Roa
Una especie de reseña homenaje a la novela “Glosa” de Juan José Saer, publicada por Editorial Rayo Verde.
¿Qué sucedió aquella noche en la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega? Durante un paseo por el centro de la ciudad, dos amigos, Leto y el Matemático, reconstruyen esa fiesta a la que no acudió ninguno de los dos. Circulan distintas versiones, todas enigmáticas y un poco delirantes, que son revisadas, vueltas a contar y discutidas. En esa larga conversación cruzan anécdotas, recuerdos, viejas historias e historias futuras.
Aún me faltaban dos páginas y me di cuenta de la predisposición muy melodramática que iba adoptando emocionalmente pues mi mente le dictaba a mi pecho, centro probable del control emocional, que nos acercábamos al final de la lectura de una de esas novelas que son fundamentales para la construcción de mí, ahora sospechada pantanosa, como la llaman no sin afectación la mayoría de las veces –y que probablemente siempre sea “la misma” vez- identidad.
En eso estoy, y queriendo llamar la atención de ella, leo el pasaje en voz alta mientras lo voy subrayando, como he tenido que hacerlo por, quisiera creer ahora, franca necesidad, para poder entender enteramente las ideas detrás de las capas de comas, cuando ella se acerca al sofá en donde estoy sentando y se asoma a la ventana que está detrás de mí en dónde, con el rabillo del ojo como se dice, ¿no?, alcanzo a ver como abre la palma de la mano acercándosela a la boca y veo el gesto –todo esto en un plano de visión que comparte en este momento la acción con las letras de la página que tengo abierta entre las manos-, la boca, decíamos, hace el gesto de apretar los labios como quien sopla.
Y en el mismo momento en que reconozco el gesto de quién sopla algo muy ligero para que flote, como dicen, libremente, yo estoy tratando de entender como la pelota amarilla de Leto, que flota al vaivén de las pequeñas olas en un lago puede ser -¿es?- “menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente” y sospecho que en el gesto de ella en la ventana hay no solo la grosera –grosera por parte del espectador que soy yo- falta de concentración sino la clave para entender las letras que reposan en la página -¿no?- y mientras, casi automáticamente, una parte de mi pantanosa alma mueve todo el opaco artilugio de mi ser para que yo, con actitud amorosa pero sobrada a la vez, le pregunte a ella si está soplando un diente de león y ella me conteste que no es un diente de león -que es una flor y que dónde creía yo que ella iba a encontrar esa flor adentro del apartamento- sino una de esas bolitas que flotan por ahí, definición que yo siento definitivamente menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, siento también la ubicuidad del momento y también su lamentable artificialidad ineludible.
Cierro el libro y me quedo, como dicen, pasmado en el sofá, revoloteando igual a como imaginamos a la bolita soplada por la ventana sobre -¿superpuesta?- la pelota amarilla de Leto, cuando ella, quien a decir verdad no sabemos en qué momento se alejó de la ventana, aparece en mi campo de visión con la bolsa de la caneca de mi baño en la mano y me recrimina porque evidentemente metí en ella un pañal del niño de más dejando, evidentemente también, en lamentable estado la bolsa. Y yo pronuncio esas estúpidas palabras, con tono de chiste aunque el tono es solo por justificar una probable verdad de mi pantanosa, decíamos, ¿no?, identidad: “Jovana, por favor, acabo de terminar el libro, es uno de los momentos más importantes de mi vida”, solo para corroborar enseguida lo que sospechaba unas páginas antes de “terminar el libro”, es decir, mi vergonzosa propensión al melodrama.