Antonio Ortuño: “México es el resultado de una mezcla violenta de identidades”
Ángela Cruz
En “Méjico”, Ortuño entrelaza la historia de un grupo de milicianos españoles que migran hacia México durante la Guerra Civil, con la de uno de sus descendientes contemporáneos, que por causas non sanctas, termina huyendo hacia España.
La novela aborda el asunto de la identidad nacional. Sobre la relevancia de este tema en su obra, Ortuño señala: “Lo de México me parece un caso muy peculiar. México como cualquier país latinoamericano es el resultado de una mezcla violenta de identidades y del avasallamiento de unas identidades contra otras por la conquista, por la migración forzosa de indígenas y de esclavos africanos en México, que también los hubo. La gente se olvida de que existen afromexicanos y es algo que se dice tan poco que hasta suena extraño decirlo, pero los hay. Entonces en México pasó algo muy peculiar y es que después de la Revolución Mexicana, es decir, el país cumplía 100 años de la Independencia cuando se da la Revolución, ya la Colonia era un recuerdo muy viejo y el régimen posrevolucionario se encarga de apuntalar esta identidad que como toda identidad apuntalada desde el poder tiene algo de fantasía”.
Ortuño cuenta cómo el mariachi, por ejemplo, no es emblemático de la cultura mexicana como se pensaría por su relevancia en la imagen del país, un fenómeno con raíces prehispánicas: en algún momento el régimen posrevolucionario hizo una revisión de las diversas identidades mexicanas como los yucatecos, los norteños, y llegó a la conclusión de que los jaliscienses son el epítome de lo que ellos quieren vender como identidad. “Ahí está el asunto del tequila, el mariachi, los charros, la vida campirana bravía pero a la vez romántica y el hecho de que se apueste desde el cine mexicano por las comedias rancheras: las interminables películas de charros que son nuestros westerns, pero que aunque de repente se den de tiros, la actividad principal de los charros es estar enamorados. Imaginémonos que el western se tratara de eso: pues se hunde el western. Pero el género de las películas de charros se trata de eso, de que los charros están enamorados, y ni siquiera de otros charros, sino de señoritas lánguidas que salen en tercer plano. Entonces, si lo miramos con detenimiento, es una identidad que es un tanto risible y yo choqué con ella frontalmente porque mi madre, mis abuelos y mis tíos eran españoles que llegaron a México después de la Guerra Civil”.
En un contexto en el que el asunto de la identidad nacional suele ser tan totalizante como el mexicano –y por extensión el de cada uno de los países latinoamericanos-, el hecho de ser hijo de inmigrantes españoles lo relegó a ser el “malo” en todas las producciones escolares en las que participó desde niño, “porque mi abuela me enseñó a leer y a cecear, pero obviamente después de los primeros 15 minutos de bullying en la escuela se me quitó el ceceo para siempre.
En la historia mexicana los malos son los españoles: es decir, llegaron los españoles y le quemaron los pies a Cuauhtémoc, o como decía Ibargüengoitia, llegaron los españoles y cargaron con la vajilla y las mujeres. Entonces siempre me sentí desfasado: en mi casa se comían platillos que no se comían en casa de mis compañeros, las tradiciones eran diferentes, se hablaba distinto. Ese hecho, que es algo que le sucede a los hijos de los inmigrantes en todos lados, es un hecho que le cae mal a la identidad mexicana, porque la identidad mexicana recibe a gente de todo tipo: puedes ser hijo de rusos, puedes ser hijo de afganos, puedes ser afgano tú mismo, pero se pretende que los 15 minutos ya tienes que ser un charro enamorado y si chocas con eso, en cualquier cosa, si dices: ‘¿Sabes? A mí no me gusta el tequila’, incurres en un delito de alta traición a la patria”.
A primera vista esta postura podría resultar arrogante al venir de un hijo de migrantes españoles, pero Ortuño se encarga rápidamente de aclarar que no intenta en modo alguno reivindicar una identidad española sino que, como mexicano, se cuestiona el modo en que este tipo de estándar sobre ser lo suficientemente mexicano o no, termina siendo aplicado a todo el mundo.
Por ejemplo, sobre el racismo hacia los centroamericanos en México, tema central de su novela “La fila india”, el escritor se encontró con episodios tan increíbles como el que solo hasta después de leer la novela algunos de sus conocidos admitieran ser descendientes de centroamericanos y nunca lo habían admitido, “porque decirlo era justamente volver a incurrir, o ser víctima, de esa extraña ira que posee a los mexicanos cuando alguien no es un mexicano de cinco generaciones o no se hace pasar por un mexicano de cinco generaciones.
La cosa más risible del mundo es que alguien que me conoce de toda la vida, al leer la novela llegó a la conclusión de que yo me lo había inventado todo, que mi madre no existe, que no es española, que los cuplés que cantaba mi tía y todo eso lo había sacado de Gogol porque era evidente que para él no podía existir una posibilidad diferente a que mi familia hubiera vivido durante 18 generaciones en Zapopan”.
Y es que un tema recurrente en la obra de Ortuño es el racismo, tan mezclado con el clasismo en el mundo latinoamericano: “Es un juego de opuestos, y como se consigna en algún momento de “Méjico” gracias a esta frase de mi abuelo: “Los mexicanos odian a los españoles y lo único que quieren de ellos es que se casen con sus hijas”, porque claro en el momento en que se casan, sus nietos, en su escala de Jacob imaginaria, subieron tres escaloncitos, lo cual no quita que los odien”.
En “Méjico” (con jota, en la versión españolizada del nombre), la novela que presentó en la pasada Feria del Libro de Bogotá, tiene especial peso el anecdotario familiar en su obra. “Esa España de los años 30 en la que vivieron mi madre, mis abuelos, mis tíos, de la que fueron arrebatados o en algún momento decidieron irse, y que desapareció. Porque ellos se fueron, pero España siguió su camino, sobre todo en el lenguaje, porque el lenguaje es algo dinámico. Muchos años después cuando yo conocí a otros españoles, de plano no hablaban como mi familia: ellos se habían quedado congelados en el tiempo, en el momento en el que se fueron.
Entonces es una España que estaba construida, sobre todo en la memoria de mi abuela, con esas mismas canciones que ya habían pasado de moda en España, pero que en mi casa seguían siendo algo cotidiano. Porque si bien hay que señalar que México no la había recibido de la mejor manera, tampoco es que los españoles sean las personas que migran con más facilidad. En realidad no se integraron, no tuvieron amigos: sí, mi madre se casó con un mexicano, pero terminaron muy mal, ella terminó intentando atropellarlo con el automóvil. Mi madre nunca se nacionalizó, creo que pasó casi toda su vida, siete decenios, en México y nunca se nacionalizó, siempre se sintió española. De hecho cuando le preguntábamos por eso ella decía: “Ya le he dado cuatro hijos a México, no tengo por qué darle más”. Es cierto, porque no nos educó para ser sub-españoles; nos inculcó que éramos mexicanos, porque eso es lo que somos”.
El ser hijo de inmigrantes le permitió a Ortuño relacionarse de una manera particular con la cultura y la tradición literaria latinoamericana. Hace algunos años señalaba, sin rubor alguno, que los latinoamericanos somos grandes “saqueadores de tradición” y que en su obra son más las claves estéticas proveniente de Pixies que de Gabriel García Márquez. “Habría que decir en favor de esta idea mía que García Márquez le debe mucho más a Faulkner que a los escritores latinoamericanos que lo precedieron en el siglo XIX. Yo no sé si siendo lector de Arguedas, García Márquez se hubiera convertido en García Márquez. Sin embargo, necesitó leer a Faulkner, Las mil y una noches, a Cervantes; el gran fan de un escritor quiere leerlo solo a él, pero en él convergen un montón de tradiciones diversas. En mi caso, la música y el cine han sido tan fundamentales como la lectura para las cosas que escribo y, aunque esto suene a la “gran fraternidad universal”, la cosmovisión que plasmo en mis escritos tiene que ver con todos los estímulos que recibo, hasta con el fútbol. Como escritor cualquier cosa que te enganche, te atraiga y te ponga a pensar es realmente válida. Evidentemente, al pasar por las aduanas críticas uno tiene que hacer su declaración de influencias literarias, que por supuesto existen: no creo mucho en el escritor que dice que se inspira solo oyendo a la gente de su pueblo”.
La postura de Ortuño puede resultar chocante para quienes asocian la literatura mexicana con nombres como los de Octavio Paz, Carlos Fuentes y Juan Rulfo. Para Ortuño, ha resultado una especie de infortunio que al vivir en Guadalajara Rulfo sea prácticamente un culto validado por las universidades y los programas académicos. Esto, por supuesto, no le quita nada de la maravilla a su obra, “ pero lo deja a uno, como escritor menor que él, en una posición difícil, porque él resulta una especie de Jesucristo de las letras y además fue un hombre con una historia un poco complicada, sin suficiente reconocimiento en vida, entonces es como una especie de justicia post mortem”.
Pero personajes como Carlos Fuentes, reconoce, le producen escozor: “Un autor que tenía más personalidad que literatura. Todas las personas que yo conozco que se han sentido fascinadas por Fuentes no lo han estado por su literatura sino por su persona: su carisma, su elocuencia, entre otros. La verdad es que yo siempre he sido muy descreído de los cacicazgos, de las atracciones carismáticas de los grandes caudillos culturales. Me horrorizaría que alguien dijera que es mi discípulo, creo que lo correría a escobazos de mi casa cuando me fuera a llevar canastas de fruta. Sin embargo, pareciera que hay escritores con ese ideal de abrir la ventana en la mañana y que esté ahí la tribu, reunida, con canastas de fruta que ofrendarle, diciéndoles que son la voz de la tribu. Disfruto mucho más la posición de ser un mexicano, asumido abiertamente como hijo de extranjeros, de segunda”.
En todo caso, Ortuño opina que tales cacicazgos pertenecen a generaciones y personajes irrepetibles porque son hijos de épocas muy distintas. Los mismos políticos los procuraban y consideraban a escritores como Paz, Fuentes, Vargas Llosa, el mismo García Márquez, “de algún modo era normal que hablaran por teléfono con el presidente. Yo no sé que clase de ictus le tendría que dar al presidente de México para hablarme a mí, de hecho no creo que sepa que existo”.
Al respecto, señala Ortuño finalmente, que en el siglo XX estos “hombres de letras” cargaron con la obligación de aconsejar e ilustrar al público, de ser la consciencia de su tiempo, pero que no ve ese fenómeno como algo que pudiera volver a suceder, “sobre todo porque ese peso ya no lo tienen los escritores en la opinión pública, sino no sé, los booktubers y antes que ellos, los analistas políticos”.
Señala con preocupación como observa que entre los escritores de su generación y los más jóvenes pareciera haber una competencia por saber quién es el más bueno: es decir, quién es el más consciente, el que más denuncia, quien hace los mejores análisis semióticos de los tuits de otros para demostrar que son malvados y perversos. “Hay un cierto impulso puritano, que me parece comprensible en un país como México en el que tantas cosas están podridas, así que es bueno que haya una intención de buscar alternativas distintas.
Pero eso está muy lejos de esta suerte de tribunal puritano que se ha instaurado en las redes sociales, que en realidad son cazadores de tuits: en vez de leer los libros, enjuician y condenen a alguien por no haber tratado con suficiente respeto el cadáver aún caliente de Prince. Hay una carencia ética tan grande que hace que la gente sobrerreaccione y termine buscando ética hasta en la sopa y claro, la ética es algo fundamental para los ciudadanos, pero me parece que un escritor no debe ser la nueva consciencia; no quiero que los escritores se vuelvan las nuevas educadoras básicas del país”.
La postura de Ortuño sobre la relación del escritor con los debates de su tiempo resulta curiosa, dado que todas sus novelas tienen que ver con asuntos sociales. Más bien, lo que logra Ortuño a través de su escritura es que el lector comprenda la complejidad de las cuestiones sociales que se narran y que sea testigo de la manera en la que las huellas de esas problemáticas se convierten en literatura. “Prefiero pensar que la literatura plantea preguntas, rasca las heridas, a pensar que los libros consuelan, acompañan o confortan. No espero que los escritores me acunen”.
Para Antonio Ortuño, la única manera de lograr eso es simplemente preocupándose por el lenguaje que se refleja en su distanciamiento de la literatura autista “que habla sobre la literatura, habla sobre otros escritores y de cierto modo se abismo en sí misma. Eso me parece como estar asistiendo a la charla de aficionados de Star Wars donde lo valioso es que te sepas el nombre del monstruo de goma que sale durante tres segundos en la película. Las historias que solo hablan de literatura ni siquiera están hablando de literatura”.
Este punto de vista sobre la escritura se debe en gran parte a la trayectoria de Ortuño como periodista y tal vez por eso es que le interesa crear un diaólogo con el lector, no inventarse la literatura: “Prefiero pensar que hay 5000 años de lenguaje escrito antes y que estoy arando mi pequeña parcela dentro de ese campo enorme que es la literatura: quiero que el lector pueda pelearse con el texto, que le afecte intelectualmente, pero también, hasta cierto punto emotivamente”.
Sobre el punto en que su propia escritura ha evolucionado en este sentido, Ortuño recuerda cómo muchas de las críticas desde el sentido emocional venían de lectores que se aterrorizaban con sus escenas violentas o admitían que sus pasajes de humor negro los habían hecho reír. Sin embargo, su experimentación con las voces en la narración, la alternancia de los tiempos y su constante lucha en aras de lograr la precisión le dan a “Méjico” según el mismo cuenta, un espectro emocional mucho más amplio: “Espero ser un perro viejo que aprendió más trucos”.