David Bowie: “Gracias por la música, vaquero espacial”

Ángela Cruz
No hay nada que decir. Esa es la única certeza que tengo desde que me pidieron escribir algo para despedir a David Bowie, de quien he sido seguidora desde muy pequeña gracias, básicamente, a que mis padres me dejaron escuchar todo lo que se me venía en gana. Tengo un recuerdo vívido de mi infancia en el que estoy con mi prima Tatiana jugando a disfrazarnos con los vestidos, sombreros y tacones de mi tía: la canción que suena de fondo es Changes.
Por supuesto, en ese momento no sabía de qué iba la letra ni mucho menos quién cantaba, pero ahí está, ese recuerdo, en la puerta de atrás de mi cabeza. Por supuesto, puede ser un capricho de mi mente, pero prefiero este recuerdo engañoso a cualquier registro fehaciente de una infancia más dichosa.
Me acuerdo de estar en el cuarto de mi amigo Andrés Eljach, más o menos a los 14 o 15 años escuchando el Ziggy Stardust y de cómo desde entonces Five Years ha sido como una astilla en mi pecho que espero jamás me sea extirpada. También recuerdo que Andrés me prestó Héroes, de Ray Loriga, y que me lo aprendí casi todo de memoria y busqué todas las canciones de Bowie, Lou Reed e Iggy Pop que estaban en la cabeza de ese chico encerrado en ese cuarto para siempre, que fueron más o menos todas.
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Fue una gran época para escuchar a Ziggy. No sé cómo, sin los canales de distribución actuales y el presupuesto de dos adolescentes de clase media en un barrio del centro de Bogotá, logramos meternos tanto Bowie por los oídos. No recuerdo al tipo de la calle 19 que me consiguió el Diamond Dogs, pero donde esté, que dios lo bendiga.
¿Les ha pasado que en los días maravillosos y sin mancha, cuando suceden esas cosas que esperaron tanto, sienten que dios/la-vida/el-universo los ama? Bueno, esa fue siempre mi sensación al escuchar a Bowie. No porque él me amara desde su voluntad o su persona, como se puede amar incluso al monstruo más abominable, sino porque el amor, esa energía trascendente hecha el sonido de su música, me acogió, me arrulló y me envolvió siempre. Sin certezas ni definiciones. Sin rótulos. Desafiando el género, las normas, la lógica de la industria, las tendencias. Siempre con gracia.
Siempre en poca y buena compañía, lo que yo siempre aspiré y jamás logré.
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A lo largo de los años David Bowie ha estado ahí, de pie, mirándome, recordándome todo lo que quisiera hacer y no he hecho, todo lo pequeña que soy. Pero también esos ojos, que son la huella de un puño de George Underwood, han estado ahí para entregarme la única certeza posible: que nada es definitivo. Que uno puede ser 1000 personas por segundo, que siempre se puede cambiar.
Mientras escribo esto escucho el Black Tie White Noise mientras me aferro a la promesa absurda y juvenil de Morrisey en la voz de Bowie, y no pierdo la fe. No importa el concurso del mayor fan de David Bowie que parece estar presentándose en las redes sociales, las listas de canciones imprescindibles, libros preferidos o frases célebres que abundan en los medios. Tampoco tienen importancia alguna para mí los dictámenes de la policía del duelo, las burlas, los llamados a la austeridad que se traslapan con los llamados a la grandilocuencia. No importa que haya quienes crean tener el manual definitivo para el llanto. Una vez más la música le gana a la realidad. Una vez más, una vez siempre, el mundo de los que aprendimos a vivir en las canciones parece ser más hermoso.
La frase de cajón inevitable es que los artistas no mueren, que siguen vivos a través de su obra. Si bien esto es cierto para Bowie, no puede sino ser una reducción ridícula: David Bowie está en la obra de todos, de miles, de los más grandes, pero también en la mirada de todos los espectadores, en nuestra cultura visual. Su último performance, o más bien, el cierre de esa vida que fue obra es Lazarus: tenía que asegurarse de darle sus monedas a Caronte.
Gracias por la música, vaquero espacial.