Así me sentí al leer ‘Lo que no tiene nombre’, de Piedad Bonnett

Dominique Rodríguez Dalvard
Así me sentí al leer ‘Lo que no tiene nombre’, de Piedad Bonnett fue publicado originalmente en marzo de 2013
Contención.
Protección.
Amor.
Dos imágenes se me cruzan al pensar en el libro de Piedad Bonnett que me devoré en un día. Por un lado, el amor, ese tan profundo y en donde cabe la despedida (Amour) y, por el otro, el sentimiento de soledad y perturbación del protagonista de The Master.
Me resulta inevitable no juntar las experiencias, tan distintas, pero que se separan solo por una semana. Y en el medio, Lo que no tiene nombre. Eso que es innombrable, la esquizofrenia que invadió la vida de Daniel Segura Bonnett y un día se lo arrebató a la cordura llevándolo a escapar de todo lanzándose por una ventana.
Piedad Bonnett nos dice Lo que no tiene nombre
De su final nos habla su madre, la poeta Piedad Bonnett. Su intento por entender qué pudo haber sentido Daniel, confundido y asustado por los fantasmas. De su liberación.
Para llegar a ello, sin embargo, se siente su terrible dolor. Se descubre la ausencia en cada recuerdo, en la minuciosa reconstrucción de los segundos previos a su despedida, en la amorosa descripción de un hijo que le fue más que suficiente para colmar su amor de mamá. En el perdón que le concede a su decisión.
(De repente se me viene a la mente otro recuerdo. La obra de teatro La historia de un conejo, presentada hace varias versiones del Festival de Teatro. Allí, en el recuento del narrador de la muerte de su padre, no cabe esa idea fría y poco heroica de que se haya resbalado de una escalera, para él, en su recuerdo, quedará la imagen de un hombre que voló, como un superhéroe, tocó las estrellas y decidió partir de la manera más grandiosa de la vida. Fue una escena que me conmovió profundamente, esa manera como construimos la memoria del final de los nuestros).
Una reflexión sobre la pérdida
“Yo no estaba escribiendo un desahogo curativo”, confesó Bonnett en la presentación de su libro, en la cual Héctor Abad escribió una profunda reflexión sobre el duelo, sobre la pérdida. Sin embargo, al hacerlo, al escribir este recuento trágico sin sentimentalismos, logra que lo indecible tenga nombre, los Danieles de la historia adquieren rostro y posibilidades de ser, de existir, de ser recordado sin vergüenza.
-¿Está menos triste por haber escrito este libro?, le preguntó Abad Faciolince.
-Sí, contestó Piedad, enfática. Estoy menos triste que si hubiera sofocado mi dolor. Algunas personas necesitamos de las palabras para descansar. Los escritores tenemos una gran necesidad de la palabra.
Hay que seguir
Y su palabra es precisa y amorosa. Piedad es consciente del cisma que le significa entender que la vida se le partió en dos, pero que tiene que seguir.
Es aguda. Y violenta contra quien no le supo dar una respuesta adecuada (pero no es rencor lo que allí se lee, no, no es eso, es la horrorosa sensación de impotencia que todos hemos sentido al no ser correspondidos en nuestro dolor).
Allí, cuando critica, por ejemplo, la infinita falta de compasión de un reputado psiquiatra que bosteza cuando ella está aullando que quiere ayudar a su hijo y no sabe cómo, habla la mamá frustrada, violentada por la inhumanidad de este médico.
Escrito a corazón abierto
También le molestan los lugares comunes de la Iglesia, y no se los perdona. Aborrece el sermón de despedida de su hijo de un sacerdote que está hablando de cualquiera, no de Daniel, diciendo que todo habrá sido por algo, que qué dicha que tuvimos la oportunidad de tenerlo en nuestros caminos (¿a quién?) y todas esas frases vacías y nada reconfortantes que ella presenta con ferocidad.
Bonnett habla con el corazón abierto. Y la razón de alguien que ha elaborado con cada frase su duelo, al punto de llegar a reflexiones tan pragmáticas como que la cuenta de la tarjeta de crédito del masaje que le regaló a su hijo para que se relajara un poco de tanta ansiedad le llegaría después de su entierro.
La estructura del libro, tres grandes capítulos constituidos de parrafadas cortas e independientes que se van hilvanando las unas con las otras para construir la historia de la vida de Daniel, tiene mucho de poesía. Dice Bonnett que, como poeta, siempre busca la palabra correcta para expresar una idea. “Escribimos como poniendo ladrillos, cada palabra es sopesada”. Por eso es cortísimo, el libro se lee de corrido, como un aliento de vida, aunque se refiera a la muerte. Es un libro cargado de belleza y quien haya perdido puede encontrarse en cada una de sus palabras. Alivia.
“En el hecho de compartir hay algo de salvador”, decía Bonnett.
Y sí.
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