Vespa: Un corazón a dos tiempos
Maryzabel Cárdenas recuerda la fascinación que le producía a su mamá una de las motos de la serie de finales de los sesenta La monja voladora: una Lambretta. Desde ahí nace el cariño de esta joven de 28 años por las Vespas. Hace ya cinco años que tiene una propia y se declara “vespista a morir”. Donde vespista no quiere decir únicamente tener una de estas motos, sino desvivirse por ellas. Donde vespista significa tener como meta vital conseguir una original de 1946, sin importar su estado, para restaurarla. Donde vespista significa que para Maryzabel el sonido de un motor a dos tiempos suena como “golpeadito”, como el palpitar de su corazón: “Nuestro lema es: ‘Un corazón que late a dos tiempos’”. Cárdenas recuerda un comercial de los setenta, en el que un muy italiano narrador repite un sonoro vespapapapa, imitando el sonido de esta scooter mientras enumera sus bondades: “Vespapapapa-parte subito”, “Vespapapapa-parcheggia fácilmente”, “Vespapapapa-parsimoniosa, económica y conveniente al massimo”.
Al enfrentarla al estruendoso sonido de un grupo de Harley-Davidson, un escuadrón de Vespas parece un enjambre parejo de insectos de colores pastel. Las Vespas, que significa avispa en italiano, parecen diseñadas para los ojos: llenas de curvas exactas y elegantes. Todo parece estar en su lugar: “El nombre de avispa no es por nada”, asegura Maryzabel Cárdenas, “es una culoncita, con una cinturita delgadita y con alas para que puedas volar”.
Una historia de avispas
El primer prototipo de estas motos, encargado al ingeniero Renzo Spolti por la Piaggio en 1946, recibió el ridículo nombre de Paperino (patito en italiano y que fue el nombre del Pato Donald en ese país), y no logró convencer al empresario Enrico Piaggio. Las grandes ciudades de Europa vivían las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial –y a la estrategia concreta del ejército nazi de destruir vías y puentes– y manejar un carro entre las ruinas se convirtió en un acto de heroísmo. La realidad de la posguerra pedía un nuevo sistema de transporte más hábil, económico y práctico que un carro. Enrico, hijo del fundador de la empresa que lleva su apellido, pretendía saciar esa necesidad. Fue entonces cuando decidió contactar al ingeniero aeronáutico Corradino D’Ascanio, que detestaba las motos por ruidosas, sucias y poco pragmáticas para inspirarse en un nuevo diseño.
D’Ascanio, influenciado por las motos Cushman del ejército estadounidense, construyó una moto fácil de manejar por hombres y mujeres, con guardafangos en las llantas que impedían que el agua de los charcos empapara al conductor y una silla cómoda. Instaló el motor directamente encima de la llanta de atrás, y la de adelante la diseñó como el tren de aterrizaje de un avión para que cambiar el neumático fuera más fácil. Reza la leyenda que cuando Piaggio vio el prototipo dijo: “Bello, sembra una vespa”, y la scooter fue bautizada. D’Ascanio, que murió en Pisa en 1981, renegaría toda su vida de que todo el mundo reconociera la Vespa como su gran obra y que se ningunearan sus aportes en el diseño de aviones. Pero así funcionan a veces las cosas: D’Ascanio había revolucionado para siempre los vehículos de dos llantas que detestó toda su vida.
Símbolo de un tiempo
La pequeña scooter con motor de dos tiempos no solo se convirtió en una solución efectiva de movilidad, sino que tuvo además una consonancia con la cultura europea de posguerra. Mientras en Estados Unidos el optimismo de la victoria se tradujo en el surgimiento del galán inflado en músculos, con botas de cuero, bebiendo tragos de whisky, cigarro en boca y jeans desteñidos, en Europa, en cambio, aparecía un nuevo sex symbol que habitaba sus ciudades destruidas. La Vespa apelaba a un sentimiento que prefería lo práctico a lo ostentoso. La Vespa era un vehículo económico que podía estacionarse en cualquier esquina de esas ciudades obligadas a la reconstrucción. No estaba pensada para la aventura de la ruta abierta, sino para zigzaguear entre las ruinosas callejuelas europeas.
Hoy, luego de las épocas de guerra y cuando la mayoría de las ciudades privilegian el carro, manejar una Vespa casi parece un acto de inconformismo y contracultura. El autor y comentarista político Watts Wacker escribió una nota en The New York Times (2003) sobre la decisión de vender su carro para manejar una scooter. Algo así como una declaración antiheroica: “Pasé de ser un macho a ser Mr. Bean”. “Los vespistas tenemos una pasión”, señala Cárdenas, “por ese valor que da lo antiguo y lo que está hecho para durar”.
No hay duda de que hay algo de nostálgico en los vespistas. Ahí están sus pintas vintage que recuerdan a los Mods ingleses de los años sesenta: trajes y corbatas delgadas, cascos redondos, zapatos de cuero. Tal vez no exista una imagen que defina más a los vespistas que la de Gregory Peck y Audrey Hepburn en la cinta Roman Holiday (1953). Claro que un vespista en el cine no rueda en su moto acabando a tiros con maleantes. Un vespista recorre ciudades como Roma, esquivando Mini Coopers y ciclistas, para terminar plantándole un beso a una mujer como Hepburn. Suenan los violines de fondo. La cámara se eleva sobre los amantes que se funden en un abrazo. Todo esto al ritmo de un papapapa que, aseguran los que manejan una Vespa, es el mismo con el que su corazón hace que la sangre circule por sus cuerpos.