Un adiós a los símbolos sexuales
Daniel Samper Pizano
Revista Diners de septiembre de 1982. Edición 150
Cuando yo tenía quince años, los ídolos sexuales de la pantalla eran mujeres hechas y derechas cuya sola presencia en el telón, despertaba un uuhhhh sordo en la platea. Podían ir vestidas con retazos de colchoneta, como los astronautas, o adustamente ataviadas de oficinista. No importaba. El uuuuhhhh era el mismo, porque cuando aparecían Sofia, Brigitte, Marilyn, Gina o Jayne (¿habrá que decir sus apellidos? tendremos que reducirlas a la condición de seres humanos?), lo que ocurría en la pantalla no era simplemente la proyección de una imagen grabada en celuloide, sino la mágica materialización de una leyenda a pocos metros de nuestras butacas.
Entonces nos hundíamos en ellas- en las leyendas y butacas-, nos hundíamos tibiamente, extasiados en la contemplación de unas mujeres que eran de este mundo pero que, sin embargo, estaban vivas del todo en ese mismo instante en algún lugar inalcanzable, tal vez en brazos de un beisbolista tomando champaña al lado de un multimillonario de blazer con botones dorados y bufanda de seda blanca.
Cuando terminaba la vespertina, estallaba el sueño como una bomba de jabón y volamos a la dura realidad del bus amarillo, de la previa de química y la sopa auyama. Esa noche, mientras ascendían del plato “los ángeles domésticos del humo de la sopa”, el paladar estaba allí, padeciendo el sabor de la auyama, pero la mente giraba en otra parte: en un apartamento de Paris donde habíamos visto a Brigitte, en una calle de Nueva York donde le habían crecido alas a la falda de Marilyn, en un pueblo italiano de la montaña donde recogía leña con un breve vestido Gina en el borde del río donde Sofía cortaba arroz.
La propaganda de los ídolos sexuales era su propia vida. Que Jayne había sido desnudada en Rio de Janeiro por una alegre turbamulta; que en México habían tomado una foto indiscretísima a Marilyn; que Brigitte iba a con traer matrimonio por tercera vez, que Iglesia católica acababa de prohibir la última película de Gina; que Sofía tenía partido el corazón entre dos hombres. Todo era tan insólito, tan de otra galaxia, cuando se le miraba desde la oscura parroquia colombiana, que era preciso acudir al cine para constatar si tenían dos piernas, dos ojos, dos brazos, orejas, tenían esto: esto en cantidades y calidades prodigiosas y otras maravillas que no figuraban en los libros de anatomía. Por lo menos no en los que nos tocaba memorizar para el examen semestral.
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Fue por esa época cuando, para poner fin a las batallas campales que suscitaba el compartir con mis dos hermanos un dormitorio enorme, mi mamá consiguió un carpintero que sacó de allí tres celdas. Resolví entonces convertir mi celda en un pequeño altar a las actrices que compensaban con sus películas adoradas, las horas amargas de las lecciones de álgebra. Con la complicidad de algunos amigos que compartían los mismos sueños me dedique a recortar de revistas y periódicos, fotografías de las preferidas. Descubrí en una Life vieja a una de la cual sigo febricitantemente enamorado: Rosanna Podesta. Sus fotos pasaron a ocupar la cabecera de la cama, luego de que el sacrílego descenso de un cuadro piadoso que me había regalado mi abuela y que presidía la pared provocó un escándalo familiar.
Eliminada la incómoda presencia del santo, las monas de cine se tomaron a grandes velocidades los muros restantes, desalojaron del tabique de madera el banderín de Santa Fe, me obligaron a descolgar fotografías familiares, llenaron la puerta primero por detrás y luego por delante (mi mamá consideró esto último un desborde de la autonomía que me concedía sobre mi celda) y, en un gesto final, se apoderaron del techo. Gasté muchos frascos de goma, muchos rollos de cinta pegante y decenas de tachuelas fijando los recortes a cielo raso y paredes. Pero un año después tenía mi celda enchapada completamente de sofías, de brigittes, de ginas, de jaynes, de marilynes y de rosannas… Quienes lo conocieron pueden contarlo. Era recinto que envidiaban mis amigos, el lugar donde preferían reunirse a estudiar, el Gran Deposito de sueños que estuvo vedado durante meses a mi hermana menor, tías, abuelas y a zanahorios.
Un día, algunos años después, la casa fue vendida. El avaluador de lonja, en una primera inspección, señaló que podía venderse en 250 mil pesos (de entonces, claro). Después la visitó más detenidamente y, auscultando todos los rincones, entró a mi celda. El buen hombre (60 años, mujer gorda, vida de privaciones) abrió los ojos con pasmo cuando se vio rodeado de actrices hermosas por todas partes menos por una, que era el suelo. No podía creer semejante espectáculo de belleza. Probó a arrancar uno de los recortes que había sido adherido a la pared con engrudo. Triunfó la fortaleza de la goma: antes que dejarse despegar por manos desconocidas, Ava se llevó consigo un pedazo de pañete. El perito hizo algunas anotaciones en su libreta. Y al final señaló sentenciosamente que se había equivocado en su primera justipreciación. La Casa no valía 250 mil pesos. La casa valía 175 mil. La diferencia era lo que había que gastar en la reconstrucción de mi cuarto.
Fue un golpe desmoralizador contra mi colección de símbolos sexuales cinematográficos, tan arduamente lograda. Pero lo que más me dolió fue que el avaluador, al despedirse, se negó discretamente a darme la mano.
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La gran constelación inicial de mujeres hechas y derechas, integrada por Sofía, Brigitte, Marilyn, Gina y Jayne, se vio complementada al comenzar los años sesentas por otros nombres: Natalie, Jeanne, Ann Margret, Monica, Liz (convertida de niña ingenua en gata caliente), Jane… La franja latina ofrecía desde y creo que sigue ofreciendo entonces aún su vitrina de diosas sexuales, más rollizas y eternamente cuarentonas que despiertan entusiastas apetitos en los cines continuos: Libertad Leblanc, Sarita Montiel, Vicky de Hoyos y la interminable, inocentemente voluptuosa, la recatadamente impúdica Isabel Sarli. La vigencia de estas reinitas habría de durar mucho más, sin ascender al mito, que la de constelación menor del cine europeo y norteamericano. Sólo el soplo fresco, desnudo, lejano y dulce de Sonia Braga iba a desperdigar, ya en los ochenta, las cenizas de las diosas de parla ibérica y a crear un nuevo e inquietante tipo de mujer latina.
En 1962, hace ente años, Marilyn se embutió una sopa de somníferos que le impidió volver a despertar. Fue el comienzo del derrumbe, del gran cataclismo, del apocalipsis irremediable de los ídolos sexuales. No vendría ninguna otra que pudiera reemplazarla. No han logrado inventarle reemplazo en este largo silencio de cuatro lustros. Es posible que ya no se logre. Las costumbres de mundo han cambiado lo suficiente como para que el cine no sea tan sólo una versión catártica de instintos represados. Los seres humanos pueden desarrollarse ahora más armoniosamente, sin ahogadas zonas oscuras que antes sólo tenían permiso para salir a la superficie cuando se trataba de elegir reinas en la pantalla.
Los fabricantes de mitos quisieron sustituir imagen del símbolo sexual la vieja por artificios nuevos. Todavía andan en esa. Se procuró cambiar a las mujeres hechas y derechas, de pierna firme y generosas redondeces arriba y abajo por niñas de plastilina a las que siempre les sobraba algo y les faltaba otra cosa. Si no era la versión raquítica de Twiggy, era entonces el extremo opulento de María Schneider. Llegaron y pasaron sin pena ni gloria Mía Farrow, que daba siempre la impresión de estar saliendo de una gripa asiática; Isabelle Adjani, con ojeras dignas de serenatero antioqueño: Carol Baker, tan insignificante que terminó apareciéndose en el Festival de Cine de Cartagena: Jean Seberg, flor de un día, espuma fugaz de la nueva ola francesa.
Los años setenta produjeron un rescate de las formas y hay que abonarles la irrupción de Raquel Welch y Bo Derek. Pero ambas distan mucho de sus predecesoras. No están confeccionadas con el polvo estelar del mito, sino con ingredientes publicitarios perecederos. Aquella hizo carrera a base de mostrar algo pero no todo: esta a base de mostrar todo, pero siempre y cuando la fotografía sea tomada por su esposo. Los viejos símbolos sexuales debían estar por encima de estas condiciones. Por eso cuando Marilyn murió, cuando Sofía se dedicó a trampear en impuestos cuando Brigitte optó por consagra vida a defensa de las focas, cuando Jayne pereció decapitada en un accidente carretera y cuando Gina consideró que tenía futuro como reportera gráfica quedó un hueco enorme en el mundo de las fantasías de los espectadores de cine. La mujer más atractiva que ha parido el cinematógrafo en los últimos años, Dianne Keaton no lo es por fenomenalmente bella sino por deliciosamente imperfecta.
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Hay un ciclo melancólico en la búsqueda que han rendido los inventores de celebridades sexuales para hallar inútilmente un reemplazo a mujeres que pertenecen a transparencia de la leyenda. Primero pretendieron encontrarlo en las señoras de más de treinta, edad que a algunos nos apasiona pero que puede ser algo tardía para descubrir novedades. De allí provienen Farrah Fawcett- Majors, que dentro de cinco años será recordada tan sólo por los ortodoncistas, y Cheryl Ladd, de la cual se habló con pasión e intensidad como la sucesora de Marilyn durante dos meses y once días.
Después les ha dado a los promotores cinematográficos por ensayar la fórmula contraria: en vez de subir por el almanaque, emprender el camino del descenso. De esa manera están tratando de construir símbolos sexuales mediante el uso despiadado de niñitas que apenas se suben al ingrato vagón de la adolescencia. Brooke Shields se pasea semidesnuda por las islas desiertas a una edad en que debería estar repasando vestida los libros de álgebra; Jodie Foster interpretó a los doce años a una prostituta infantil y el resultado final de este episodio fue un atentado contra el presidente. Reagan. Ahora surge una que los críticos anuncian con entusiasmo como “la nueva lolita”, y “la revelación exótica de 1982”. Todavía no le han expedido la cédula, y tiene nombre de delantero brasileño: Pia Zadora. La ompetidora más reconocida de Pia se llama Katya Berger; debutó en la pantalla a los doce años en una película erótica titulada “Labiecitos”; a los catorce apareció completamente empleota en “Cuentos de una llocura ordinaria”; y a los quince acaba de rodar “Naná”, donde se la ve lánguidamente desnuda en un prado, rodeada de frutas y naturaleza verde, como un cuadro de Manet. Lo más terrible es que el patrocinador-el “manejador”, como dirían los boxeadores- de esta niña es su propio taita, el actor gringo William Berger, a quien los padres de quinceañeras no podríamos señalar propiamente como el modelo que nos gustaría imitar. Un sinvergüenza…
En la estereotipada caída que está dando Hollywood en su afán por llenar el vacío de los Grandes Churros, es posible que se pase de las muchachas de quince a las niñas de doce o diez años- Hasta que llegue el día en que traten de vendernos al Bebé Maizena como sustituto erótico de Marilyn Monroe.
Será entonces el momento de no volver a cine y encerrarse-es un decir, porque el cuarto ni la casa existen ya- en mi viejo cuarto empapelado de actrices de cine, mujeres hechas y derechas que nos ayudaron con sus ojos entrecerrados y su sonrisa inquietante a que fueran menos difíciles los tiempos en que el sexto mandamiento parecía estar escrito en letras de neón.