¿Cómo viven los usuarios de las ciclorrutas?
Una mañana soleada, de esas que hacen que la ciudad vibre maravillosamente, me puse el casco y salí a recorrer parte de los 350 kilómetros de ciclorrutas que atraviesan Bogotá. Acostumbrado a moverme en carro –o más bien, a no-moverme–, estaba un poco escéptico, pero esperanzado. Quería averiguar qué tan cerca estamos del ideal de la bicicleta como modo de transporte eficaz. Cinco horas después, tieso y adolorido, llegué a mi casa con una respuesta.
Para los creadores de El Tomacorriente, una empresa joven de bicicletas, este no es un ideal, sino una realidad. Su filosofía es simple: que la gente deje el caos y el costo del carro por la economía, eficiencia y ecología de la bicicleta. Venden eléctricas de su propio diseño, bicis estilo crucero e incluso la STRIDA, que se puede doblar y meter debajo del escritorio como una sombrilla. También personalizan bicicletas, como una que vi morada y de llantas fucsia. “En bicicleta se quita el estrés”, me dice Camilo Gaviria, uno de los socios. “Y se vuelve más placentero andar o ir del trabajo al hogar”.
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Esto no me pareció tan evidente en mi recorrido. Aunque fue motivo de inmenso placer para mí pasar volando al lado de trancones apocalípticos –como también lo fue ver un jardinero, un ejecutivo y un vendedor de empanadas uno detrás del otro en sus ciclas, demostrando que la ciclorruta es de los pocos espacios incluyentes en esta ciudad de contrastes–, yo no diría que mi recorrido fue libre de estrés.
Las ciclorrutas parecen un laberinto. Muchas me atrapaban para luego botarme desorientado en medio de una avalancha de tráfico. Otras paran sin aviso, y me dejaban buscando en vano por dónde seguir.
Los cruces sin semáforo son precarios, pues a los conductores poco les importa bajar la velocidad y menos detener su apuro un instante para dejar pasar. Tristemente, en todo mi recorrido solo un conductor me paró en un cruce. Esto a pesar de que en todos hay señales de PARE. Por la autopista me encontré con postes de luz atravesados en la ciclovía –un verdadero absurdo de planeación–.
Hay tramos, como el de la carrera Once, donde la ciclorruta es poco más que una ilusión. Desaparece bajo los miles de transeúntes a pie y vendedores exhibiendo todo tipo de cachivaches por el andén. Nunca se detiene la competencia entre conductores, peatones y bicicletas, cada uno mirando a su contrincante de reojo. A partir de la mitad del recorrido ya me ardían la garganta y los ojos por la polución.
Pero no todo es desesperanzador. Pasé por vías idílicas, como la carrera Diecinueve, bordeada por árboles, bien pavimentada y señalizada. Hablé con personas que se han beneficiado mucho en ahorro de tiempo y salud.
Orlando Riaño, un vigilante que vive en Bosa y trabaja en Rosales, me contó que en bus solía demorarse dos horas y media. “Pero en bicicleta me echo cincuenta minutos”, dice. Sin embargo, mucho del recorrido lo hace por la calle, prefiriendo eso a enfrentar los obstáculos de la ciclorruta. Uno solo se puede imaginar el impacto que tendría para aquellos que se movilizan en bicicleta, si las vías fueran todas tan perfectas como la de la Diecinueve.
En la ciudad se hacen aproximadamente 400.000 viajes en bicicleta a diario, y cada vez son más los valientes que salen a montar. Camilo, de El Tomacorriente, dice ver un cambio y que la gente es cada día más consciente. He montado también en Washington, París y Berlín, ciudades que prueban que la cicla, el carro y los peatones sí pueden convivir, si las vías son buenas y hay respeto mutuo. En Bogotá estamos cada vez más cerca de eso. Pero para realmente avanzar, se necesita que las bicicletas no solo sean toleradas, sino bienvenidas.
Llegando al final de mi recorrido por la Once, me sentí inspirado. Vi a uno de esos “Caballeros de la Ciclorruta”, expertos que pasan con su equipo completo –casco, chaleco reflector y tapabocas– a toda velocidad. Parecen inmunes a los riesgos y esquivan peatones con una facilidad irreal. Sin pito ni campana, ni mucha habilidad para chiflar, yo estaba en desventaja. Pero tomando ejemplo aceleré, recurriendo a un “¡Hey!” cuando una señora se me atravesó. “Oiga hijue” –me respondió–. Pero yo no la escuché. Ya estaba demasiado lejos.
Galería de imágenes del recorrido por la ciclorruta bogotana