Fernando Botero y sus espacios, sus libros, sus obras

Sus estudios en diversas partes del mundo han sido el vientre de su obra. Botero, un maestro, un artista, un filántropo.
 
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Revista Diners

Los espacios, por Ana María Escallón

En sus estudios, Fernando Botero ha dado origen a su mundo y ha forjado una obra que ya ocupa un lugar especial en la historia del arte. En ellos ha vivido su pasión sin límites y se ha convertido en un ser universal desde su historia individual. “Para mí, crear es una necesidad física. Durante mi vida no he hecho otra cosa. Y lo hago porque me produce un placer extraordinario. He tratado de hacer otras actividades y siempre llego a la misma conclusión: ¡Al estudio!, lo único que me satisface”.

En su mundo de trabajo vive una experiencia de aprendizaje. Allí, crea y usa ese ejercicio mental como arma contra la neurosis. Pinta para limpiar las nubes negras de su vida y se sumerge en el trabajo porque le funciona como tabla de salvación en los peores momentos de su vida. En esa soledad sin argumentos Botero deja de ser un personaje itinerante y olvida las obligaciones sociales. Se concentra en su refugio interior y crea mundos. Para conseguirlo, lo más importante es seguir su riguroso ritual: en todos los talleres deben estar los estrictos pinceles, lienzos preparados color salmón, lápices de las mejores marcas con mil tamaños y grosores. Páginas en blanco y arcilla mojada lista para darle forma.

Como tiene el tiempo cronometrado, al estudio camina de cinco a ocho minutos desde su casa. Todo en su vida es así. Su reloj, siempre puntual, tiene como centro su taller y como brújula a los museos. No necesita secretaria. La suya, como describe su hermano Juan David Botero, es “una multinacional de bolsillo”.
El espacio importa, pero es secundario si se piensa que el pintor cuenta con varios lugares en el mundo donde es siempre capaz de crear. Los elige según el clima y la época del año.

En cada lugar Botero se acopla a las costumbres del entorno y visita sus restaurantes preferidos, pero sin interrumpir su ritmo de trabajo. A Nueva York, por ejemplo, la conoció en 1960, cuando llegó en un lluvioso amanecer de otoño con doscientos dólares en el bolsillo, tres vestidos, un precario conocimiento del idioma y un amigo. Tuvo la suerte de encontrarse con un italiano que se iba ese mismo día de la ciudad y quien le arrendó un escuálido taller en Greenwich Village, en donde a la mañana siguiente comenzó a pintar. Cuando empezó a vender su obra, pasó a una casa en las afueras de Nueva York, cerca donde vivió el artista Jackson Pollock. Allí pintaba con premura porque las solicitudes eran múltiples. Años después compró dos apartamentos en Park Avenue, que unió a su taller, y que le dan la posibilidad, cuando se toma un respiro, de peregrinar por el Museo Metropolitano, observar la Colección Frick y volver a su taller a rematar sus diálogos con la historia del arte. Eso sí, a su estilo: mientras en su taller de Pietrasanta se moviliza en moto, en Nueva York tiene un Rolls-Royce que conduce un colombiano amable e uniformado.

En su taller en París el ritmo es otro. Allí inventó el sistema de poleas que le ha permitido manejar las alturas para tener siempre el cuadro frente a sus ojos. Primero tuvo un antiguo apartamento con cielorrasos altos en el 13 Rue Monsieur le Prince, donde elaboró sus primeras esculturas, antes de hacerse a su estudio en la Academia de San Julián, en la Rue de Dragon, un sitio mágico que se conserva igual que hace treinta y cinco años.
Pero las esculturas tendrían un nuevo hogar años más tarde. A partir de 1980 empezó a trabajarlas en Pietrasanta (Italia), cuando se instaló en una casa de estilo toscano de color habano, en una colina desde donde puede presentir el Mediterráneo. Allá tiene hoy dos estudios: uno en el jardín, que parece un cubo blanco, grande, amplio y luminoso, y otro de mil metros cuadrados, que alberga moldes, yesos y esculturas monumentales. Los mejores fundidores trabajan con él durante los veranos, la época en que se reúne con su familia.

Paralelamente, en la isla de Evia, en Grecia, construyó una casa con espacio para animales de granja que lo ven pintar mientras a él le divierte darles de comer. Es en el único lugar en el que come en la casa, porque existe batería doméstica. El bello estudio de mil metros cuadrados es un amplio lugar donde puede hacer cuadros de gran formato y la vista al mar no lo abandona.

También está la casa vieja de Rionegro, del siglo XIX, en la que se reúne a comer bandeja paisa y que refaccionó para tener un bello taller en medio de sus conocidos paisajes de infancia. Y el yate en el que pinta un mes al año sus cuadros más pequeños. En estos momentos, sin embargo, su lugar favorito es Monte Carlo, en donde pasa gran parte del tiempo mirando el puerto en el que atracan barcos de distintas partes del mundo frente a la Costa Azul francesa. Su estudio de allí posee un encanto especial: el Principado le cedió, de por vida, el privilegio de tener una casa en lo alto del monte con una vista espectacular sobre la bahía, que se encuentra a ocho minutos de su estudio, en el que trabaja su esposa, la escultora Sophia Vari.

Allí transita y se sumerge entre la gente como un desconocido. Entra al Café des Artists y en ese restaurante impersonal compensa su vida solitaria. Le gusta la gente, y ama comer en restaurantes porque lo anima el bullicio y la amistad de dueños de locales como Le Cirque y el Hotel Carlyle en New York, o La Enoteca y Gato Negro en Pietrasanta. Pero el trabajo llama. El rigor y la puntualidad. Así que se levanta sin aspavientos y vuelve a su refugio, al mundo interior de sus estudios, donde el volumen y la monumentalidad se expanden a sus anchas y él se siente de nuevo amo y señor de su propia creación.

El artista, por Luis Fernando Pradilla

Escribir de Fernando Botero no es tarea fácil. Han sido muchos años de estrecha relación desde que en 1972, a los 14 años, participé en la organización de una muestra con sesenta de sus obras en la biblioteca del colegio San Carlos, la más importante realizada sobre el pintor en Colombia en ese momento. Un amigo y yo recogimos en aquella oportunidad las obras del maestro en un camión, sin ningún seguro, y las expusimos sin la más mínima vigilancia, cuidando nosotros mismos las obras y durmiendo dentro de la biblioteca. La experiencia me marcó.

A partir de ese entonces, Fernando Botero fue el pilar de mi actividad como marchante de arte. En 1987, cuando abrí la Galería El Museo, se inauguró con una exposición de su obra. Como galerista de Fernando Botero he vivido un largo recorrido; pero hay algo que nos ha unido más que a otros galeristas suyos, y es el hecho de ser los dos colombianos y de amar, como amamos, a nuestro país. Ese punto de referencia nos ha hecho compartir muchos momentos juntos, desde la época en que Tucurinca, su finca en Bogotá, era ese gran y divertido lugar de reunión, así como momentos con sus hijos en Pietrasanta, inauguraciones con su trabajo por todo el mundo y hasta muchas novias en común tuvimos, para que no haya confusiones o malos entendidos.

Botero es una persona extraordinaria, claro de pensamiento y convicción, de propósitos definidos, de una gran disciplina y mucho tesón, con talento privilegiado. Son pocos los artistas que con una extraordinaria fluidez y maestría se mueven igualmente por el dibujo, la pintura y la escultura. Es un colorista extraordinario como pocos otros en la historia de la pintura, y a punta de constancia, claridad de convicción y la construcción de una estética que hoy se ha convertido en un ícono mundial, es el artista vivo latinoamericano más importante y uno de los más reconocidos en el mundo, y ningún otro artista vivo ha tenido tantas exposiciones en museos del mundo como él.
Su integridad como hombre y su generosidad no tienen comparación ya que nadie en el mundo se ha desprendido en vida, sin contraprestación, de todas las obras que constituyeron una extraordinaria colección de arte hecha durante muchos años, y que ha enriquecido como ninguna otra el patrimonio cultural de Colombia. Medellín y Bogotá hoy son diferentes gracias a la generosidad de Fernando Botero.

La mía ha sido una relación muy enriquecedora, aunque nada fácil, ya que es una persona de ideas definidas. Pero a través del diálogo y la insistencia hemos ido avanzando y construyendo proyectos en conjunto.
La obra de Botero, en definitiva, ha sido la piedra angular de mi actividad como galerista y creo que nadie conoce más de su obra y la ha vivido de una manera tan intensa y profunda como yo. Al ser al artista colombiano por excelencia, la actividad de la Galeria El Museo se ha centrado mucho alrededor de su trabajo: de todas partes del mundo nos buscan por sus obras y en busca de ellas vienen muchos coleccionistas extranjeros al país.

Feliz cumpleaños Fernando, que Dios te bendiga y que sean muchos muchos años más, ya que como dices tú: “¡Aún no he pintado mi mejor obra!”.

El artista internacional, por Pierre Levai

A comienzos de 1969 Fernando Botero llegó a la galería Marlborough a través de un amigo, que era ya un coleccionista de su trabajo. Fuimos a su estudio e inmediatamente decidimos abrir un espacio en la agenda para exponer su obra. La primera exposición la hicimos a finales de 1969. Para entonces, sus cuadros costaban entre 3.000 y 9.000 dólares. Después de eso hemos mantenido una relación cercana por más de 42 años. Hemos hecho exposiciones en Roma, en Londres y en todas las galerías que tenemos en Europa.

La primera exposición monumental con 18 esculturas fue en Park Avenue hace unos quince años. Después vinieron las de Washington, Los Ángeles y Chicago. Y posteriormente la del Paseo de La Castellana en Madrid, Venezuela, y de nuevo Nueva York. Así que tenemos una larga historia juntos, que se ha fortalecido en el transcurso de los años. Un buen artista no puede crear y al mismo tiempo promocionar su obra y darse a conocer. La galería es fundamental para lograr que la obra llegue a su público. El galerista gestiona exposiciones, establece una relación con los museos, produce publicaciones, catálogos y organiza una serie de actividades esenciales para promoverlo. Desde ese punto de vista, la Marlborough Gallery ha sido un aliado fundamental de la obra y la carrera de Fernando Botero.

Botero es tan personal que no puede ser una influencia: quien lo intente acaba cayendo necesariamente en la imitación. Su técnica y sus temáticas son tan particulares y propias que no pueden ser imitadas. Tanto en la escultura como en la pintura, las imágenes que caracterizan su obra son las mismas. Mantienen el mismo sentido de la composición. La diferencia es que están en bronce, en lienzo o en papel.

Nadie hace las cosas como él las hace. Es único. Y a eso se debe que sea un artista internacional. Nunca he visto una galería desocupada cuando él está exponiendo. Es popular en Suramérica, pero también en los Estados Unidos y tiene un mercado global con grandes coleccionistas de su obra en países como China y Corea. Hoy en día sus obras superan el millón de dólares aunque, por supuesto, hay algunos dibujos que son más económicos.
Normalmente el precio de una obra lo establece el artista, pero en el caso de Botero también lo que se paga por sus trabajos en las subastas influye sobre el valor de su obra.

En lo personal debo decir que Fernando es una persona tremendamente inteligente. Es muy organizado, tiene un gran sentido del humor y tiene un gran corazón. Viajamos juntos cuando él va a exponer y siempre la pasamos muy bien. Es un verdadero placer haberlo conocido y hacer parte de su círculo más cercano.

Los libros, por Benjamín Villegas

Editar la obra de Fernando Botero ha sido una experiencia apasionante. No solo por lo que ha implicado adentrarme en ella, sino por lo que me ha permitido conocer del personaje. Botero es como sus figuras: macizo, de una sola pieza. Claro como el que más respecto de lo que piensa, de lo que quiere. De una rapidez mental que asombra cuando se trata de asumir una posición estética y de una claridad meridiana frente a lo que le gusta o le disgusta. Es tan definido en su criterio que a veces, al expresarlo, se le atropellan las palabras. Que no son muchas nunca: solo las estrictamente necesarias. Solo aquellas que van al grano de lo que se está hablando.

He tenido el privilegio de publicar seis libros con su trabajo, cada una de los cuales tiene su anécdota y su enseñanza. El primero, Botero, nuevas obras sobre lienzo, coincidió durante su producción con la bomba que le pusieron a su escultura de la paloma en Medellín. No se demoró en llamarme y en cancelar la edición pues, según me dijo, no quería en ese momento saber nada más de Colombia.

Me demoré dos años para que el proyecto lo retomara Rizzoli Internacional, y asociado con ellos logré publicarlo. En el segundo, Botero, Esculturas, di en el clavo con él en el diseño general sobre fondo negro, que le agradó, pero no quiso mirar el proyecto en el computador sino en maqueta impresa, como le había presentado el anterior, pues “los libros se analizan armados como libros, en su tamaño, impresos sobre papel”.

Además, me invitó a que lo acompañara a Florencia para su gran muestra de esculturas en la Plaza de la Señoría y para que registrara fotográficamente el evento que debería aparecer en el libro. Para el tercero, Botero, dibujos, fue preciso en la sugerencia del escritor: Marc Fumaroli, a quien él no conocía pero que había escrito un elogioso comentario en los años sesenta sobre su primera exposición en París y que en ese momento ocupaba la silla que tuvo Ionesco en la Academia Francesa, o en su defecto Carlos Fuentes. “Usted hace las diligencias”, me dijo, y así fue. Logré para esta ocasión a Fumaroli con un excelente ensayo que me ponderó, y me reservé a Fuentes para sugerírselo a Rizzoli Internacional con los que publiqué, en coedición años más tarde, Botero Mujeres, que lanzamos en Nueva York.

El quinto y el sexto fueron dos de sus catálogos: las donaciones que de su obra hizo al Museo Nacional y al Museo de Antioquia. Sobre el primero pidió, por no decir que exigió, que su precio al público no podía exceder los $50.000, para que el común de la gente tuviese acceso al mismo, y en el segundo me dio una lección que no olvidaré jamás: al verlo me dijo, bastante molesto, que aunque estaba bello él no había pedido un libro sino un catálogo y que los catálogos no llevaban reproducciones editadas de las obras sino las pinturas completas. Sobra anotar que lo rediseñé totalmente y que para la reedición inmediata salió de todo su gusto.

Botero, a quien admiro enormemente, es sin duda un ser superior, brillante, serio, estricto, disciplinado como el que más, amable, distante, inmensamente generoso, querendón de los suyos, consciente de su talento y sabedor del lugar que ocupa en el mundo del arte.

         

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abril
9 / 2012