¡Viva Cristo Rey!, por Carlos Monsiváis

El escritor mexicano, autor de Nuevo Catecismo para indios remisos y la punzante obra de Por mi madre, bohemios, escribió para Diners cómo el símbolo de la cruz recuperó sus poderes de amor y conciliación.
 
¡Viva Cristo Rey!, por Carlos Monsiváis
Foto: Raffaello Sanzio Auferstehung Christi Sao Paulo (1502)
POR: 
Carlos Monsiváis

La fama de los cristos mexicanos se debe en gran medida a su cercanía anímica con los feligreses. En el virreinato y en el siglo XIX, los artistas indígenas producen maravillosos cristos dolientes, incapaces de ocultar el sufrimiento, exasperados por las heridas y las horas de padecimiento.

Son cristos de fisiología muy real, distantes de la tradición europea, de cristos de abatimiento sereno, rasgos inalterables, paciencia que ya augura con precisión el reinado eterno. En vano, algunos obispos y algunos curas de parroquias rurales, intentan en el espacio de cuatro siglos la rectificación de los procedimientos indígenas, la vuelta al redil de los semblantes clásicos.

Los indígenas, absortos, siguen creando cristos del suplicio, alejados de cualquier fingimiento, Hijos del Hombre que para culminar su paso sobre la tierra, le rinde a su condición humana la declaración de dolor incontrolable.

Hoy altamente apreciados por museos y coleccionistas, en sitio central en los templos, los cristos mexicanos expresan sin lugar a dudas el doble sufrimiento: el de una persona alojada en la cruz, y el del pueblo de sus artífices, que trasladan al emblema de la religión impuesta y asimilada, episodios de su vida colectiva y de sus vidas personalísimas: epidemias que diezman la población indígena, esclavitud, derecho de pernada de los españoles, incomprensión de la nueva fe y del destino impuesto, existencias sujetas al hambre, el abuso múltiple, el racismo que extermina porque no tiene ante él “personas como vos y como yo”.

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Desde el siglo XVII o fines del siglo XVI, el culto a la Virgen de Guadalupe se extiende con impulso hegemónico. Aquí está Dios, y a su diestra el Crucificado, y las representaciones seráficas del Espíritu Santo, pero, también, aquí está la Guadalupana, la Morenita del Tepeyac. Se cambia de destinatario la expresión del salmo dirigida a Yahvé, y cuando se dice “No hizo igual con ninguna otra nación”, la gratitud se eleva ya no a Dios sino a la Virgen.

A los indígenas y los mestizos, su aspecto, y el modo en que su aspecto (su raza) resulta su mala suerte, la Guadalupana les resulta no sólo el consuelo y el depósito de la fe y su expectativa de milagros, sino algo igualmente trascendente: la reivindicación de la apariencia. Por eso, el 12 de diciembre, el día de la Guadalupana, es la fecha religiosa e incluso, desde las expresiones del fervor, la fecha mística de los mexicanos; por eso, un tanto en contra de la lógica de las cifras, los obispos suelen declarar: “El 90 por ciento de los mexicanos son católicos, pero el ciento por ciento es guadalupano”.

Diosito santo es el gran destinatario de los rezos, Tú Señor, que padeciste por mis pecados… es el emblema de la fundación de la fe, pero la Protectora, la Redentora, es el sentido del diálogo con la Otredad, el arraigo metafísico y la certidumbre en la vida diaria y en la vida excepcional. Gracias a tal confianza, el iniciador de la Independencia, el sacerdote Miguel Hidalgo, se abandera con la Guadalupana, y aún se da el caso de batallas donde los realistas se ponen bajo la advocación de la Virgen de los Remedios, y los insurgentes de “la Madre de los Mexicanos”. Por razones de identidad profunda, el caudillo agrario Emiliano Zapata protege a sus huestes con la Guadalupana. Luego, quince años más tarde, los afanes bélicos, sin prescindir del uso reverencial de la Virgen, se dejan guiar y proteger en la batalla por Cristo Rey.

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De 1926 a 1929 se desarrolla en México, en las regiones llamadas por los anticlericales “el Cinturón del Rosario”, una guerra entre campesinos católicos auspiciados por la Jerarquía eclesiástica y el gobierno del general Plutarco Elías Calles, y del sucesor Emilio Portes Gil. La guerra cristera o la Cristiada, se caracteriza por el impulso teocrático, la ausencia de valores cristianos en los cristeros (no de religiosidad ritual), la destrucción en ambos ejércitos de tabúes muy poderosos (matar en nombre de Cristo, fusilar a 90 sacerdotes), el desdén del gobierno y de la Jerarquía por el destino de los combatientes, los errores y los crímenes del gobierno, los errores y los crímenes de los cristeros, sacerdotes incluidos (ambas partes son feroces y apocalípticas). Es, sin duda, la última Guerra Santa en México, y su origen es muy complejo.

A la iglesia católica la agravian el énfasis anticlerical de los revolucionarios, la decisión gubernamental de expulsar a los curas de la educación pública y la arrogancia del presidente Alvaro Obregón y del sucesor Elías Calles, que sienten como “amenaza protestante y atea”. Ante el Anticristo, alientan la respuesta armada en las comunidades muy religiosas (“fanáticas” dicen sus enemigos) de los estados de Jalisco, Querétaro, Guanajuato, Colima, Oaxaca, Nayarit, Durango, Zaca­tecas, Michoacán, Guerrero. Son especialmente fuertes en Jalisco, Guanajuato, Colima, Michoacán y Zacatecas.

En la región de Los Altos, en Jalisco, su vigor militar es notable. Un buen número de los dirigentes viene de la Revolución Mexicana; todos han experimentado los despojos agrarios y el incumplimiento de las promesas de los políticos. La gran mayoría, genuinamente, se siente iluminada por Cristo Rey y la Guadalupana.

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El registro literario e histórico de la guerra no es demasiado amplio hasta 1974, cuando el historiador Jean Meyer publica los tres tomos de La Cristiada, una investigación exhaustiva y una visión muy favorable del movimiento. Antes, se dispone de relatos partidistas, donde la religión inspira y potencia el martirio, o donde la crueldad de los fanáticos reemplaza con furia el sentimiento devocional. En su cuento “Dios en la tierra”, José Revueltas, entonces miembro del Partido Comunista, describe uno de tantos hechos reales: el martirio laico de un profesor de escuela primaria que les dio agua a los soldados federales:

Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de cerca fea, brutal, porfiada como una maldición. “¡Cristo Rey!”. Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer…

Revueltas describe a continuación el “¡Ay de los vencidos!”, la ira de los que no perdonan y juran vengarse y no dar ni una gota de agua:

…Dios está defendiendo su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.

En medio de la masa blanca apareció, de pronto, el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en medio de la masa. De todos lados se le golpeaba sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salía.

—Grita ¡Viva Cristo Rey…!

Los ojos del maestro se perdían en el aire a tiempo que repetía, exhausto, la consigna:

—¡Viva Cristo Rey!

Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veía el rostro ennegrecido, de animales duros.

—¡Les dio agua a los federales, el desgraciado…!

El relato es absolutamente comprobable, una de tantas de las descargas de odio contra los herejes, y muy específicamente contra los maestros rurales, a los que se acusa de envenenar doctrinariamente a los niños, enseñándoles la falta de respeto a Dios, y a los que se fusila, desoreja, maltrata (a muchas profesoras se las viola y luego desoreja). Al que dio el agua se le somete al empalamiento:

Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.

De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios que había pasado por la tierra.

(De Dios en la tierra, 1944)

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Los federales, los del gobierno, no son más piadosos. La caridad cristiana, como en las Cruzadas, como en las guerras de religión en Europa, abandona por igual a las fuerzas. Cristo Rey, necesariamente, está al frente de su ejército, y del otro lado se moviliza la venganza. Toda guerra carece de moralejas fervientes. El ejército regular también tortura, mata, viola, depreda. Y los cristeros, que comulgan diariamente, no obstante sus escapularios con la vibrante consigna “Bala detente”, divulgan la desesperanza en sus corridos, ese cantar de gesta de los ejércitos campesinos:

Calles fue el culpable que nos alcemos en armas.
Sólo Dios lo sabe a dónde irán tantas pobres almas.

O véase el corrido “Valentín de la Sierra”, seguramente el más popular de la Cristiada:

Virgen mía de Guadalupe, por tu religión me van a matar.

“Bala detente”. La exhortación es sincera, porque los cristeros son estrictamente soldados de la fe, de una fe ofendida y humillada por militarotes como el general Saturnino Osorio. Cuenta el general Gonzalo N. Santos, que combatió a los cristeros:

(Osorio) inauguró el principio de la campaña, entrando en la catedral de la muy católica ciudad de Que­ré­taro, montando briosa mula hasta el altar mayor don­­de gritó: “Que muera Cristo Rey y viva el general Calles”.

La teología se despliega. Para los cristeros, la protección más admirable y constante es la Guadalupana; sin embargo, luchan por la causa de Cristo Rey, porque defienden la religión, no su lazo más entrañable con la fe. ¿Por qué se congregan bajo la bandera de Cristo Rey? La frase bíblica es resonante: “Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?”. Además, la Cristiada es, de manera estricta, la primera guerra de religión en México.

En el virreinato son operaciones de conquista, y en el siglo XIX la parte ideológica, muy fuerte, de las guerras de Reforma, se centra en el derecho a la libre creencia y en la separación de Iglesia y Estado. En cambio, los cristeros creen proteger de modo literal las misas y los rosarios y la buena salud de los padrecitos y el respeto debido a la Santa Madre. Y son mortalmente serios al respecto.

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¿Cuál es el perfil de un cristero? Proviene de comunidades campesinas muy cerradas, que le deben su visión entera del mundo a la Doctrina, y en el caso de los alfabetizados (la minoría) al Catecismo del Padre Ripalda. La mayoría es jalisciense, y en cuanto edades, Jean Me­yer cita el resultado de 378 cuestionarios completos: de 11 a 15 años, 22 combatientes; de 18 a 19 años, 50 combatientes; de 20 a 29 años, 136; de 30 a 39 años, 112; 39 a 49 años, 57.

No figuran hombres de más de 50 años. En cuanto al estado civil, el 38 por ciento son solteros, y el 62 por ciento son casados. En lo tocante a escolaridad, el 58 por ciento no han ido nunca a la escuela, un año de primaria por lo menos el 36 por ciento, y un año de secundaria al menos el 5 por ciento.

La participación de las mu­jeres, si no militarmente, como sucede durante la Re­­­­­volución, que arroja su cuota mínima de coronelas y tenientes, sí es cuantiosa en las Brigadas Femeninas Juana de Arco. Trasladan armas cosidas a las faldas, consiguen dinero, son correos de gran intrepidez, curan y esconden a los he­ridos, organizan las misas clandestinas, se enfrentan en los pueblos a los jefes de tropa.

Una novela, Pen­sativa, de Jesús Goytortúa, describe la fábula, imposible en la realidad, de una jefa cristera. Ciertamente, la obsesión religiosa es muy vasta en las mujeres, en trato diario con los sacerdotes, y rezanderas empecinadas o, para acudir al término campesino, santularias compulsivas. Si adoptan la causa cristera no es nada más para darles sentido a sus vidas, sino, textualmente, para ir al cielo.

No se entiende la Cristiada sin admitir que para combatientes y simpatizantes las puertas del Paraíso están al alcance. Cristo Rey es el crucificado de Nazaret, es el crucifijo que portan junto a la Virgen, es la garantía del perdón de los pecados, y es la causa que lleva al cielo sin demora.

Si los cristeros no se consideran cristianos (el término ni siquiera se usa, está teñido de protestantismo), sí se ven a sí mismos como “centuriones del Señor”, los que trasladan su cuerpo a la tumba, los que asisten a la resurrección, los que impedirán otra traición en el huerto de Gethsemaní. El gobierno, a ojos vistas, es la multiplicación de Judas, el falsísimo apóstol que pretende volverlo a crucificar. No si los cristeros pueden evitarlo.

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Las contradicciones son inevitables, pero se pierden en el fragor de los combates de la búsqueda de alimentos, de la guerra de guerrillas. Algunos sacerdotes no están, por decirlo del modo más suave, a la altura del modelo del Redentor. Uno, arquetípico, el cura Vega, “Pancho Villa de sotana”, bebe sin límite, es mujeriego y fusila de inmediato a los prisioneros federales.

El general Enrique Gorostieta, un agnóstico que es sin embargo el militar más importante de los cristeros, y un admirador de la fe campesina, se declara en contra del sacramento de la confesión, a partir del ejemplo del padre Vega:

¿No comprende usted que yo me arrodillara a los pies de este señor y le abriera mi conciencia, él tendría obligación de venerarme, al encontrarse que hay en el mundo militares de vida más pura que la suya? Y no hablo de grandes delitos sino del estado habitual de sus pasiones no dominadas, del desbordamiento al exterior con que acusa todas sus concupiscencias. (Citado por Jean Meyer en La Cristiada).

¿Qué toman los cristeros de Cristo? En verdad, y apenas insinuado, sólo la imagen del Cristo que arroja a los mercaderes del templo. Ninguno de ellos se atrevería a decir ante el pelotón de fusilamiento. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Su Cristo es el de las Cruzadas, el de las campañas contra los albigenses, el de la Noche de San Bartolomé.

Con una diferencia: esta vez el poder no está de su lado, el ejército regular está muy bien pertrechado, la Cristiada no cunde en las ciudades, y el gobierno norteamericano apoya decididamente al de México. Es innegable la pureza de ánimo de un buen número de ellos; es evidente también su proclividad a la violencia compartida por sus enemigos.

Luego de la Cristiada, que termina con un pacto entre el gobierno y la Jerarquía a espaldas de los combatientes, la intolerancia persiste en el “Cinturón del Rosario”, hasta el día de hoy. Pero ya no volverán las comunidades a levantarse en armas, no habrá la confusión entre peregrinaciones y dispositivos para el combate, no se levantarán grandes crucifijos como estandartes que convocan al exterminio. El símbolo recupera sus poderes de amor y conciliación, y los herejes no temblarán cuando se escuche, del fondo del alma popular, el “¡Viva Cristo Rey!”.

Archivo Revista Diners Edición 357 de diciembre de 1999.

         

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diciembre
19 / 2017