El abrazo de Gabriel García Márquez, por Jorge Franco

Conocer a un ídolo personal, como Gabriel García Márquez, es uno de los momentos más importantes en la vida de cualquier escritor.
 
El abrazo de Gabriel García Márquez, por Jorge Franco
Foto: Flickr/ Edward OG/ (CC BY 2.0)
POR: 
Jorge Franco

El artículo El abrazo de Gabriel García Márquez, por Jorge Franco fue publicado originalmente en Revista Diners No. 443, de febrero 2007 

“¿Quién tiene una historia?”, preguntó el maestro, y todos guardaron silencio. Era el primer día de taller y todavía no creían la certeza de estar compartiendo una gran mesa, el mismo salón y el mismo propósito con Gabriel García Márquez.

El respeto y el entumecimiento los hicieron callar hasta que algún osado se atreviera a romper el hielo.

“¿Nadie?”, insistió él, a sabiendas de que no era cierto porque todos tenían una historia para contar, la misma que él se encargaría de desmigajar para encontrarle las posibilidades de trabajarla en su taller Cómo se cuenta un cuento, que dictó anualmente en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba.

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Así me inspiró Gabo

Mientras los talleristas se miraban nerviosos entre sí, y antes que cualquiera de ellos rompiera el hechizo con un “Yo tengo una”, yo, que había sido invitado por el maestro a dictar con él su taller, pensé: “Yo sí que tengo una historia”.

Unos meses antes había encontrado, en un hotel mexicano, un mensaje telefónico difícil de olvidar. La voz de una amiga entrañable me decía: “Gabito quiere conocerte”.

Como yo sabía a cuál “Gabito” se refería, me senté a escuchar el mensaje por cuatro o cinco veces más. Y luego, en medio del repentino insomnio, repasé los encuentros literarios que había tenido con García Márquez, encuentros de un solo lado pues fueron a través de la lectura de sus libros, en los que lo conocí como escritor.

También repasé mi intento fallido cuando fui estudiante de cine y quise adaptar un cuento suyo, La viuda de Montiel, para hacer un cortometraje en mi escuela.

Envié una carta a su agencia literaria, dirigida a la mítica Carmen Balcells, para solicitarle el permiso de adaptación, pero la respuesta nunca llegó. Pensé en su coronel que no tenía quién le escribiera.

Sin embargo, hoy agradezco que esa carta nunca fue respondida. Para ese cortometraje me tocó inventarme mi propia historia y escribirla. Desde ahí comencé este viaje de la invención, que espero dure hasta la muerte.

Se puede morir de hambre contando historias

Y en esa mañana en el taller de La Habana, cuando los estudiantes seguían sin aventurarse a hablar, le escuché a él su teoría sobre la invención de historias. Le tocó franquear el nerviosismo del grupo con una breve introducción sobre esa extraña manía de obstinarse en inventar, construir y contar mundos que buscan su órbita en el universo de la ficción.

Nos habló de algo que ha dicho con frecuencia, de la inutilidad de un oficio donde el deseo de contar historias se convierte en una pasión y en el que se puede morir de hambre “con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar, y que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada”.

Sin embargo su principal interés estaba en todo lo que tuviera que ver con el proceso de la creación. No le importaba cuál era el destino final de esas historias que los talleristas tenían todavía guardadas; para él lo importante era que estuvieran bien contadas, y el destino, ya fuera el cine, la televisión o la literatura, era cosa de carpintería.

Mi encuentro con Gabo

Yo tuve que soportar dos noches más de insomnio antes de visitarlo en su casa de México. Ese domingo me recogió mi amiga. En la cara se me notaban los estragos del mal dormir.

En el trayecto hablé con ella de otros temas diferentes de la visita, pero casi todo el tiempo me lo pasé callado mirando hacia afuera por la ventanilla del carro. Cuando supe que ya estábamos cerca, le pregunté:

“¿Cómo le digo?”, y ella se quedó pensativa. Le dije: “¿Gabriel?, ¿señor?, ¿Gabo?, ¿maestro?”. Ella me dijo: “Yo le digo Gabito”, y yo le dije: “Olvídate”.

Se rió y le enfaticé: “Yo no le voy a decir Gabito”. Ella siguió manejando en silencio hasta que dijo: “Aquí es”.

Yo también soy lector

A mí me ha gustado conocer personalmente a los escritores que admiro porque antes de yo mismo ser escritor fui lector, y fascinado con sus libros anhelaba poder tratarlos.

García Márquez estaba entre ellos. Y ahí, frente a la puerta de su casa, sabía que uno de mis deseos estaba a segundos de hacerse realidad.

Tocamos y nadie abrió esa puerta, sino otra de al lado, la del garaje, y desde allí se asomó Mercedes. Eso de entrar por el garaje, y que la misma señora de la casa nos abriera, me parecieron gestos muy familiares.

Al fondo del garaje estaba él, esperándonos, enfundado en una ruana colombiana, sonriendo en la penumbra.

“Maestro”, le dije y estiré mi mano para saludarlo. Gabriel García Márquez la agarró con fuerza pero no para saludar sino para halarme hasta él y estrujarme con un largo abrazo. Y metido entre sus brazos confirmé, parodiando uno de sus títulos, que quien me abrazaba era un escritor muy grande con unas alas enormes.

         

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19 / 2020