¿A qué suena Puerto Rico? Un recorrido por la isla donde la música cuenta historias

Simón Granja Matias
Estoy parado en la calle 6, en el barrio Bélgica, en Ponce. Ernie Xavier Rivera, mi guía en esta ciudad de la costa sur de Puerto Rico —salsólogo, arqueólogo, guía turístico de Isla Caribe y, además, un tipazo—, señala una casa azul, pequeña, sencilla, y me pregunta:
—¿Te suena la casa de doña Monse?
—No; así de primerazo, no —respondo.
Y entonces empieza a cantar:
—“Si yo te pido un besito, y te toco la manito. Y te digo que te quiero, que eres mi único anhelo…”.
Le sigo la letra:
—“… Y te llevo a vacilar, a las fiestas de San Juan. Después te llevo pa Ponce, a la casa de doña Monse. Y nos vamos a Bélgica, allá yo paro en las seis…”.
Abro los ojos:
—¡No puede ser! ¿Esa es la casa de la que habla Héctor?
Ernie sonríe y me transporta en el tiempo. Ya no es 2025. Estoy en los años cincuenta. El sol arrecia cuando un pequeño Héctor pasa corriendo frente a mí, recién escapado del colegio; está en séptimo u octavo grado, y va camino al río Portugal con sus amigos. Después de refrescarse, doña Monse —una señora mayor que vive en esa casa modesta— los recibe con refrescos, dulces y comida. Siempre lo hace.
Ahora es 1972. El pequeño Héctor ha crecido. Tiene veintiséis años, vive en Nueva York y forma parte de un exitoso dueto de salsa con Willie Colón. Acaban de lanzar el álbum El juicio, en el que la primera canción es Ah-Ah / Oh-No. Y empieza a sonar en mi cabeza:
—“Yo no sééééé lo que es (…)”.
“Esta es una muestra de lo importante que era para Héctor la casa de doña Monse, la sexta, el barrio Bélgica, donde pasó mucho tiempo con sus amigos, y cómo él le rendía un homenaje a ese pasado de su vida en Puerto Rico en sus letras”, explica Ernie parado al frente de un mural en el que están retratados nada más y nada menos que Cheo Feliciano, Pete “el Conde” Rodríguez y Héctor Lavoe, el Cantante de los Cantantes, tres grandes que marcaron la historia de la salsa y cuyas raíces son de esta tierra boricua.
“Amo la salsa”, le digo.
Ernie me responde:
—Pues este viaje es ideal para ti, porque acá vas a seguir los pasos de los grandes salseros. Por lo menos hoy, aquí en Ponce, estarás donde ellos estuvieron.
Ponce es Ponce: orgullo y raíces

Ponce es conocida, entre otras cosas, por el profundo orgullo que sienten los ponceños por su ciudad. Una de las primeras frases con las que me recibieron da cuenta de ello: “Ponce es Ponce, lo demás es parking”, una expresión que recuerda a la popular frase caleña “Cali es Cali, lo demás es loma”.
Aparte de la similitud en el orgullo local y en las expresiones que lo reflejan, las semejanzas entre ambas ciudades van mucho más allá. A medida que recorremos las calles y Ernie va contando historias, esas conexiones empiezan a revelarse. “Es un pecado que no haya vuelo directo entre ambas”, dice con una sonrisa.
Por ejemplo, la Cruceta del Vigía —que, como su nombre lo indica, vigila la ciudad y ofrece una vista privilegiada de la costa— fue un punto estratégico durante la época colonial. Desde allí se avisaba la llegada de barcos mercantes al muelle, se izaba la bandera correspondiente al país de la embarcación que llegaba, o también se anunciaba el posible acercamiento de amenazas. En sus inicios, el lugar contaba con una cruz de madera, cuya réplica aún se conserva. En 1985, se inauguró la estructura actual: una cruz de hormigón de treinta metros de altura que, curiosamente, se construyó inspirada en el cerro de las Tres Cruces de Cali.
En el centro de la plaza se alza su iglesia principal: la catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. A un costado está la estatua de Juan Morel Campos, “el Bad Bunny de finales del siglo XIX”, según explica Ernie. Este compositor es el máximo exponente de la danza puertorriqueña, con un repertorio de más de 550 obras, aunque algunos aseguran que superó las 700.
Sin embargo, la verdadera protagonista de la plaza es la antigua estación de bomberos, hoy convertida en el Museo Parque de Bombas. Esta edificación de madera, con una arquitectura que mezcla estilos victoriano, morisco y gótico, se asemeja a un castillo o a una mansión. Más allá de su curiosa silueta, lo que más llama la atención es su diseño con franjas rojas y negras, colores que inspiraron la bandera de la ciudad. Durante más de cien años fue la estación oficial de bomberos de Ponce, hasta que en 1990 la transformaron en museo.
—Vamos, que te tengo una sorpresa al final —responde.
Colonialismo en la mezcla

Las calles del centro de Ponce guardan el encanto de las edificaciones coloniales, que se cruzan con murales en homenaje a los artistas y figuras importantes que ha parido la ciudad. Uno de estos es el de los grandes músicos. Llegamos a la plaza del mercado Isabel II, una rareza arquitectónica imperdible. Su diseño art déco contrasta con la arquitectura colonial que la rodea. Es de un amarillo ocre, muy característico de ese estilo arquitectónico de los años cuarenta; sin embargo, la construcción original data de 1863.
—Este es un edificio que conserva su fachada original. Los gringos sobrepusieron el art déco a la fachada neoclásica del periodo isabelino —señala Ernie.
Una evidencia más del colonialismo estadounidense sobre la isla desde 1898. Y, efectivamente, una vez que atravieso la primera puerta, se revela una portada interior que da inicio a varios comercios de frutas y verduras. No puede faltar la foto al lado del mural con el rostro de Héctor Lavoe y la frase que dice: “Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere”.
Esta plaza tiene un encanto real adentro, pero artificial por fuera.
Suena a salsa

A un costado de la plaza se encuentra el Paseo de la Salsa, donde hay una placa de granito negro en homenaje al gran Cheo Feliciano. Ahí mismo está otra placa con los nombres de los salseros de esta ciudad, y es que este paseo peatonal, aunque hace unos años era un lugar inseguro, hoy es un destino turístico para bailar salsa, para disfrutar del arte de la ciudad y para tomarse algún buen ron en los bares. Algo que le habría gustado a Cheo.
“Sobre las tumbas de gente que se ama humildemente, una flor de llanto quiero dejar”, cantó.
Y allá vamos todos a las tumbas. Pero en este caso, es más literal: entramos al cementerio de Ponce. Y ahí está la sorpresa: la tumba de uno de los salseros que más admiro, Héctor Lavoe.
Cada 30 de septiembre, en el cumpleaños del Cantante de los Cantantes, la gente llega a su tumba para celebrar su vida y su legado. Se arma fiesta. Se tocan bomba, plena y salsa. Ernie, sentado a mi lado, recuerda que en 2002, cuando se trasladaron sus restos desde San Juan hasta Ponce, el ataúd no quería entrar. Se martillaba, se intentaba cuadrar la fosa de alguna manera para que pudiera descansar, hasta que un hombre, que apareció detrás de unas tumbas, dijo:
—Yo sé lo que pasa aquí: Héctor no quiere un entierro, quiere una fiesta.
Comenzaron a tocar música, se animó la fiesta, y cuando lo intentaron de nuevo, el ataúd entró a la medida.
Suena a tambor

Amanece en San Juan. Ahora estoy en la capital, específicamente en el Fairmont El San Juan Hotel, perfecto para los amantes de la música, pues todos los días hay shows en el lobby. En la entrada me esperan Clemente Freirás y Gary Nevárez Colón, quienes serán mis guías en este nuevo día. Nos dirigimos a Santurce, uno de los barrios más emblemáticos de San Juan. Y llegamos, nada más y nada menos, que a la casa del Sonero Mayor.
Antes de ser músico, Ismael Rivera trabajaba como albañil. Vivía en una casa humilde de madera, pero cuando empezó a ganar dinero, decidió construir una para su madre. Hoy en día, es un museo. Es el año 1987, específicamente el 13 de mayo. Ismael está sentado en su silla, en el porche, cuando siente un fuerte dolor en el pecho. Alcanza a avisarle a su madre, ella lo abraza y acaba la vida del gran artista. La isla entra en un luto que durará tres días.
A unas pocas cuadras, aún en Santurce, llegamos a la Casa Museo Rafael Cepeda, en honor del maestro conocido como el Patriarca de la Bomba y la Plena. Sus hijos y nietos mantienen viva la tradición. Jesús M. Cepeda Brenes, conocido como el Tambor Mayor, me recibe en la entrada. Habla pausado, con una voz gruesa. Suena a tambor. A historia. A música.
Entre la bomba y la plena

—Le voy a explicar la diferencia entre la bomba y la plena —me dice—, pero para eso es importante entender la historia de nuestra cultura, porque esto viene de cuando los españoles llegaron acá y trajeron a los esclavos. Uno de los beneficios que les daban, porque así veían que trabajaban más, era permitirles unos días de fiesta. Y ahí comenzó la bomba. Es decir, empezó hace más de 400 años.
Jesús comienza a tocar el barril de bomba. El espacio cambia. El tiempo se detiene y empieza a retroceder. Es el siglo XVI. Los barcos españoles llegan a Puerto Rico cargados de su cruenta mercancía: mujeres, niños y hombres traídos desde África para trabajar bajo el yugo esclavista. Esta música se convirtió en una herramienta de libertad, en una forma de preservar la historia que les intentaron arrebatar. Gracias a sus tambores, sus raíces han perdurado más que el dolor. Los esclavos cogían los barriles de ron y, con ellos y las pieles que conseguían, armaban los tambores que hoy son un verdadero lujo.
—Este es el primo o replicador. Su cuero es de chivo macho, más grueso y da una tonalidad más baja. Y este es el buleador, que es de hembra y, por tanto, más fino —explica el maestro—. Estos dos instrumentos se acompañan de una maraca, el cuá (dos palos que se usan para golpear los costados del barril), voces y baile.
Mientras que la plena desciende de la bomba, sus letras tienen un sentido generalmente más político y de protesta. Conocida como “el periódico del pueblo”, suma otros instrumentos, entre estos la pandereta.
—Qué lástima que no estén mis hijos para poder tocar algo y que lo escuche —dice el maestro.
Sin embargo, en ese momento llega la banda completa.
—¡Toquemos algo! —dicen.
Y se arma la fiesta. Los tambores suenan, y los músicos improvisan letra y baile. La energía no se improvisa. Se siente cómo esta música carga con su historia, pero también con la fuerza de un pueblo que dice: “Aquí seguimos”.
The Noise: hip hop en español

“Esta es la base de todo. La bomba y la plena están presentes en lo demás: en la salsa y en el reguetón”, explica Clemente, mientras saca su tableta y reproduce un video de Don Omar, uno de los padres del reguetón, en el que el artista cuenta su pasión por estos géneros tradicionales. Al escuchar atentamente algunas de sus canciones, se puede notar cómo incorporó y modernizó esos sonidos con el beat del reggae.
Mientras recorremos las calles de San Juan, pasamos por esos lugares donde se ha gestado este género que, aun cuando polémico para algunos, es el favorito de millones. Uno de esos lugares es la casa donde nació el reguetón, gracias a la maestría de Félix Rodríguez, más conocido como DJ Negro, nacido y criado en La Perla, considerado uno de los barrios más peligrosos de Puerto Rico y del Caribe.
Después de que lo echaran de su casa, comenzó a organizar fiestas en una vivienda que bautizó como The Noise, donde hacía concursos de hip hop en español: shows hipersexualizados que, a su vez, reflejaban la violencia de los barrios marginales de la isla. Fue allí donde DJ Negro conoció a Vico C, sin saber que esa relación daría origen a lo que más tarde se bautizaría como reguetón.
The Noise, el lugar en el que estamos, fue cerrado en varias ocasiones, ya que DJ Negro no contaba con los permisos de rigor. Además, el reguetón fue perseguido y prohibido en la isla por el contenido de sus letras. “A principios de los años noventa, aquí se hacían fiestas underground, clandestinas”, narra Clemente.
Suena a reguetón

Nos bajamos de la camioneta. Estamos en el Viejo San Juan, el centro histórico de la capital. Es el turno de Gary. Tiene dieciocho años y trabaja con Clemente como guía turístico, específicamente en el tour del reguetón.
Con Gary pasamos por los lugares donde Bad Bunny y Jimmy Fallon interpretaron MIA. Me siento en la misma silla donde se sentó el Conejo Malo. Caminamos por las calles del Viejo San Juan, con sus encantadores adoquines azules y casas coloniales pintadas de colores, acompañados por la brisa marina y el sol caribeño. Cruzamos las calles Luna y Sol, inmortalizadas por Héctor Lavoe. También pasamos por los lugares donde se grabaron partes del video de Despacito. Y frente a nosotros, la casa donde se crio René Pérez, más conocido como Residente, de Calle 13.
Vea también: Residente habla de su nueva canción ‘This is not America’
Diría que mientras Gary me habla, siento que puedo viajar en el tiempo; sin embargo, con el reguetón sucede algo distinto: no es un género del pasado, es del presente, y su historia se está escribiendo aquí. Tan solo en poco tiempo, el Conejo Malo marcará la historia con más de treinta fechas de concierto en Puerto Rico, para luego iniciar su gira. “Todo ya está vendido. Es un fenómeno”, concluye Gary.
Puerto Rico: un museo viviente

El azul de la bandera de Puerto Rico dice muchas cosas. Por ejemplo, algunas banderas tienen un azul clarito, casi color cielo; otras, un azul marino más oscuro. El color original, explica Jorge Montalvo, de Patria Tours, mientras observamos un mural de la bandera con el rostro de Ismael Rivera plasmado en ella, es el azul cielo. “El marino lo usan quienes son más procolonialismo estadounidense”, comenta mientras caminamos por la calle Cerra, en el barrio Santurce, una zona que ha transformado su imagen y que hoy es el epicentro del jangueo, como le dicen a la fiesta, a parchar, en Puerto Rico, y también del arte callejero.
Jorge va explicando en detalle los murales que encontramos en el recorrido: algunos creados por artistas extranjeros, otros por locales, pero todos con su propia historia. Uno de los más llamativos es Santuraleza, un mural fotográfico hecho por Salvi Colom y Manny “gOnzo” González, artistas originarios del barrio y fundadores del colectivo H2O, con el que buscan devolverle al paisaje borinqueño el lugar que merece.
En esta obra en particular, que cubre toda la fachada de una casa, dejan que la naturaleza siga su curso: las raíces trepan por las paredes como si las dibujaran. Sobre esa superficie pegaron imágenes de las fachadas tradicionales del barrio, combinadas con fotografías de la biodiversidad local, como los mangles y los cangrejos.
No podemos dejar pasar una rápida visita al Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, donde encontramos una obra en la que aparece una frase del artista Efraín Vaillánt sobre un tocadiscos: “Yo siempre he dicho que Puerto Rico va a ser un museo”.
Suena a Bad Bunny

Posteriormente, pasamos por la plaza de mercado de Santurce, donde vemos el tabaco más largo del mundo, y almorzamos en La Alcapurria Quemá, para probar una alcapurria, pues, según Jorge, “no hay nada más puertorriqueño”. Es una fritura hecha a base de guineo verde y rellena de carne o cangrejo. “Es lo que nos encanta comer un día de playa”, señala el guía.
—Una delicia —le digo.
—Sí, totalmente. Es algo muy puertorriqueño, muy de nosotros.
—He notado durante estos días que ustedes son muy enfáticos en decir lo que es y lo que no es puertorriqueño —le comento.
Jorge me mira y responde:
—¿Viste el video de Bad Bunny, Debí tirar más fotos? ¿El short film? Bueno, por ejemplo, la rana que aparece ahí no es el coquí, que es la más famosa de Puerto Rico, sino el sapo concho, una especie endémica de la isla que está en peligro de extinción. Como nosotros. Cada vez estamos más relegados, y nuestra cultura se está perdiendo.
En una parte del video, el protagonista le dice al sapo concho que va a la panadería a comprar algo. Pasa frente a una casa donde un gringo hace una parrillada. Las personas con las que se cruza hablan en inglés. No le reciben efectivo. Entonces se le acerca un hombre, paga con su celular y le dice: “Tranquilo, seguimos aquí”.
En ese momento, a Jorge se le encharcan los ojos y me dice:
—Nosotros seguimos aquí.
¿A qué sabe Puerto Rico?

Es el último día de este viaje siguiendo los pasos de la música boricua. El clima es fresco y cae una leve llovizna. Me dijeron —o, más bien, me advirtieron— que me preparara para este día, que dispusiera mi paladar y, sobre todo, mi estómago para lo que iba a suceder. Desayuno algo suave y me encuentro con Laura Ortiz, fundadora de Sofrito Tours. Ya el nombre parece decirlo todo. Nos dirigimos al tour del chinchorreo por la ruta del lechón. Comprendo, entonces, la advertencia.
En el camino, Laura me va contando que está haciendo un doctorado en Historia. Llegamos al primer restaurante, donde comienza esta maratón de comida, y nuestra charla se desvía de la situación política e histórica de la isla hacia sus sabores.
Le cuento mi experiencia en los restaurantes que he visitado estos días. Sorpresivamente, no he comido tanto pescado ni mariscos como uno esperaría en una isla. ¿Quién mejor que una experta como Laura para explicarlo? Me dice que son varios los factores que han llevado a esa situación. Por ejemplo, el 80 % de los alimentos que se consumen en Puerto Rico son importados. Peor aún: el 90 % del pescado también lo es. El mercado estadounidense se encarga de que así sea. Además, los platos típicos boricuas —el mofongo, el lechón asado y el arroz con gandules— no tienen al mar como protagonista.
Un sabor a mar

—¿Qué comiste estos días? —me pregunta Laura.
Al hacer el recuento, pienso de inmediato en Casita Miramar, un acogedor restaurante ubicado en una casita de los años veinte en el barrio de Miramar. Conserva la arquitectura tradicional boricua, pero mezcla elementos modernos, una idea que también se refleja en su cocina. Sus platos combinan recetas tradicionales —como las que hacían las abuelas— con ingredientes cultivados en la finca de los dueños, todo con técnicas contemporáneas y en un ambiente relajado y familiar.
—Pedí una paella. Casi no logro terminarla, pero estaba muy buena y no podía dejarla —le cuento a Laura. La escogí por recomendación del mesero. Muy acertada, por cierto.
Recuerdo también que seguí las sugerencias del mesero en Marcela Orquídea Violeta, un restaurante más experimental, con una fuerte apuesta por los productos locales. “Pida una entrada de mejillones”, me dijo. Le hice caso sin mirar el menú, que indicaba que eran, al menos, unos cuarenta. Iba por veinte y ya no podía más, sumado a que el chef me envió de cortesía un bacalaíto: una fritura de bacalao que hay que comer sí o sí, pues si alguien visita Puerto Rico y no la prueba, se puede decir que no estuvo realmente aquí.
Ya era muy tarde para arrepentirme, porque además pedí como plato fuerte un pez espada sobre una cama de champiñones, ensalada de espinaca y coles, acompañado de un puré de calabaza con un toque de tamarindo. Cada cucharada valió completamente la pena.
Un sabor a ron y lechón

—La mala decisión fue tomarme un ron puro —le cuento a Laura.
Aunque eso me lleva a otra experiencia: el recorrido de Ron del Barrilito, sin duda uno de los rones más tradicionales y elegantes de la isla. Su competencia podría ser Don Q, pero este último tiene un toque menos artesanal. Barrilito conserva una esencia más casera, con una producción mucho menor, pero de altísima calidad.
Este ron nació hace 145 años de la mano de don Pedro Fernández y, aún hoy, se elabora de la misma manera y en el mismo lugar. El recorrido incluye una visita a la casa familiar, la destilería y las barricas donde se conserva la bebida. Luego, los baristas de la casa enseñan a preparar algunos de los cocteles más tradicionales.
Este recorrido, en particular, está dedicado a la mayor delicia boricua: el lechón. Un plato que, aunque curiosamente es de tradición navideña, se sirve todo el año, sobre todo en el interior, en la zona conocida como Guavate. Mi observación no es tan desacertada: Puerto Rico tiene la Navidad más extensa del mundo. Dura unos 45 días y comienza desde el Día de Acción de Gracias.
Mientras comemos lechón, Laura me pregunta:
—Estos platos, como el lechón con su cuero crujiente, son lo que somos. ¿Ves esa mata de plátano? ¿A qué te recuerda?
—Déjame adivinar… ¿A algo de Bad Bunny?
Se ríe y me dice:
—Es la portada del último álbum, en el que hay dos sillas plásticas al frente.
Y sí, efectivamente: es la misma escena que veo reproducida en distintos lugares. Al igual que los platos, como la música que he sentido en este viaje, todo tiene un sentido que apela a la nostalgia y a la fiesta, a la familia, a lo que fuimos. A la tierra de uno. A la que lo vio crecer.