La historia de las máquinas de escribir de Gabo

Una de las relaciones más intensas que tuvo Gabo en su vida, tanto periodística como literaria, fue con sus máquinas de escribir. Biografía de un gran amor.
 
La historia de las máquinas de escribir de Gabo
Foto: Wolf Gang/ Flickr/ (CC BY-SA 2.0)
POR: 
Daniel Samper Pizano

El artículo La historia de las máquinas de escribir de Gabo fue publicado originalmente en Revista Diners No. 103, octubre de 1978

García Márquez no fuma: pero en el aviso aparecía una pipa. Ni escribe “había” con errores ortográficos: pero en el aviso la frase era muy clara: “el General Victorio Medina ya havía sido fusilado”.

Ni escribiría nunca “acanpavan” por “acampaban”: pero en el aviso los hombres del coronel Aureliano Buendía conjugaban el verbo con ene y ve chiquita. García Márquez, finalmente no ha escrito nunca en una máquina brasileña, ni mucho menos en una Remington, pero el texto del aviso anunciaba alegremente: “García Márquez pode estar escrevendo numa máquina brasileira e não sabe”.

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“Lo que los anunciadores no sabían –observó García Márquez al conocer la propaganda– era que yo podía estar leyendo este aviso”. Y como nadie le había consultado el uso de su nombre, ni nadie le pagó derechos por utilizarlo, García Márquez se sentó ante una máquina Smith Corona y escribió un poder a una firma de abogados brasileños para que demandaran a la Remington.

Así empezó la guerra de las máquinas, que por ahora no ha tenido final, ya que la Remington argumentó que el responsable del aviso era la agencia de publicidad y la agencia de publicidad resultó tener entre los craneadores del texto a un grupo de jóvenes de izquierda admiradores de García Márquez.

El origen del problema fue una propaganda de una página entera aparecida en la revista “Visão” (la “Visión” brasileña) donde la orgullosa empresa fabricante de la máquina revelaba a los lectores que las Remington del Brasil están siendo exportadas “para tudo quanto é canto do mundo, especialmente para os países de América Latina”.

Y agregaba: “Por isso, um escritor como Gabriel García Márquez, colombiano, que vive em Barcelona, pode estar escrevendo numa máquina brasileira e não sabe”. Pero García Márquez no sólo no vive en Barcelona desde hace varios años, sino que está seguro de que la máquina en que escribe no es brasileña. Porque si hay alguien en el mundo que tiene presente la biografía de sus máquinas de escribir, ese es García Márquez.

Una víctima anónima del bogotazo

La primera que tuvo se la regaló el papá cuando Gabo estudiaba bachillerato en medio de la bruma zipaquireña. Era una Remington portátil (pero no brasileña), donde escribió sus primeros cuentos. Terminado el colegio, Gabo y la máquina se trasladaron a una pensión en la carrera octava de Bogotá, donde, en un momento de acoso, resolvió empeñarla.

El 9 de abril de 1948, mientras el centro de la ciudad era un fogón enorme, García Márquez se acordó de la máquina y, desafiando a los francotiradores, corrió a la prendería con intenciones de rescatarla. Pero cuando llegó ya era tarde. En medio de las cenizas del montepío alcanzaban a verse apenas las teclas retorcidas de la máquina.

Después, como en las historias de amor y decepción, vino una larga lista de máquinas anónimas, de las que se encontraba en la redacción de los periódicos y le ofrecían desvergonzadamente sus teclas dentro de unas horas o días.

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Pero ya se sabe que de estos excesos no queda nada distinto a un sabor amargo en los dedos, así que, cuando mediaba el decenio del 50, Gabo se fue a París, más sin máquina que nunca. Plinio Mendoza le vendió allí una máquina gozque, sin marca conocida, que perdió la letra d al cabo de dos o tres reportajes. García Márquez se las arregló para corregir el defecto con una operación de chuzoterapia consistente en teclear la c cuando necesitaba la d y agregar luego a mano el palito a la c a fin de que pareciera d. Así dio a luz el texto original de “El coronel no tiene quien le escriba”.

La alemana desaparecida

Un año después, en 1956, Mendoza reconoció que lo había estafado y le cambió la máquina desmueletada por una portátil, que Gabo usó hasta 1958, cuando viajó a Caracas y apareció su legitima dueña. Segunda estafa. Era Consuelo Mendoza, hermana de Plinio, a quien éste había despojado arteramente de la máquina.

Más tarde, Consuelo quiso hacer carrera como cuentista pero, para su estupor tocano, la misma máquina que escribió “El coronel” se negó a fajarse un solo cuento bajo las órdenes suyas. Desencantada, Consuelo se lanzó al desenfreno periodístico y se dice que terminó siendo editora de una “oscura” revista en Bogotá.*

Para entonces García Márquez pensaba regresar a su tierra y no quiso hacerlo sin máquina nueva. Averiguó en Caracas cuál era la más resistente que se podía comprar con bolívares y le dijeron que una alemana de marca Torpedo. Gabo hizo el negocio a plazos y, cuando apenas había cancelado la segunda cuota, se voló para Colombia.

Esta, la cuarta máquina de su vida, resistió varios cuentos, el relato de “Los funerales de la Mama Grande” y los capítulos iniciales de “Cien años de soledad”. En 1964, cinco años después, resolvió que la Torpedo se había ganado la jubilación. Rodrigo, el hijo mayor de Gabo y Mercedes Barcha, se encargó de guardarla.

Sería la primera pieza del Museo García Márquez. La Torpedo residió en Barcelona por algún tiempo y luego se trasladó a México, donde el curador la colocó encima de una mesa. “Yo le decía a Rodrigo todas las noches: quita esa máquina de ahí, que se la van a robar”, explica García Márquez.

Los viejos soldados no mueren: se desvanecen. Las viejas máquinas no se oxidan: se las roban. Así pasó con la Torpedo, que se fue una noche de 1975, junto con las cosas de plata de Mercedes, entre el talego de un ladrón mejicano, ándale, manito…

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En la era biónica

Su primera máquina eléctrica fue una Smith Corona que compró en 1964 en México. Para un hombre nacido en Aracataca ya es bastante fuente de considerable admiración manejar un pequeño piano con teclado de letras; de modo que encontrarse con una máquina que se devolvía sola, correteaba el espaciador con sólo oprimirlo de seguido y producía originales de pareja nitidez, fue definitivamente un milagro.

En alguna ocasión, Gabo declaró que él no tenía necesidad de pensar nada. La máquina eléctrica escribía por él. Con ella llevó a extremos una vocación perfeccionista que siempre había tenido. García Márquez sólo da por terminada la jornada diaria cuando, tras haber corregido el texto varias veces, saca en limpio, sin un solo error mecanográfico, unas cuartillas que enorgullecerían a la más aventajada secretaria de la Escuela Remington Camargo.

En esa Smith Corona terminó “Cien años de soledad”. En 1967, cuando vino a España, la dejó al cuidado de Álvaro Mutis en ciudad de México y compró en Barcelona otra de enchufar. Fue su sexta máquina de escribir, donde terminó “La cándida Eréndira” y “El otoño del patriarca”. Este último hecho seguramente hará pensar a muchos que la máquina tenía dañada la puntuación. Puede ser cierto. García Márquez no ha comentado nada al respecto.

Durante su estadía en Londres a lo largo de la cual pretendió domar la rebeldía de su lengua costeña con rígidos ejercicios de inglés, la máquina española acompañó a los García Márquez. Necesitaba un transformador más grande que ella, por lo cual se hizo indispensable la presencia de Rodrigo, quien se encargaba de trastearla en varios tiempos.

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A la larga, Rodrigo se quedó con ella y Gabo acabó comprando en México un aparataje de cinta encasetada que no funcionó ni un solo día. Cuando el mecánico fue a hacerle la primera revisión, preguntó si la máquina se había caído de un segundo piso. Mercedes la está vendiendo y no encuentra quién se la compre.

Pese a todo, el autor de “Cien años de soledad” resolvió insistir en las máquinas de cassette. La segunda le salió excelente. Ya no se pintaba los dedos cuando se enredaban los tipos ni había que devolver el carretel a mano. La adquirió en Panamá y le sacó pieza en Bogotá desde hace dos años. En ella escribió el poder a los abogados para que demandaran a los autores del aviso según el cual él podía “estar escrevendo numa máquina brasileira e não sabe”.

Gabo pensó que esa sería su máquina definitiva, hasta que un día del año pasado caminó frente a la vitrina de un almacén en Washington y se encontró con la máquina más linda que sus ojos habían visto jamás. Hipnotizado, entregó los 280 dólares y ordenó que le recambiaran el teclado a español, a fin de incorporar la ñ sin la cual no habría podido escribir “Cien años de soledad” ni “El otoño del patriarca”.

Pero esta máquina, la bella, por poco tiene un terrible final. Después de haber viajado de Washington a Panamá y de allí en el avión de Hugo Torrijos a Cartagena, la máquina se perdió. No se sabe dónde: en el avión, en el aeropuerto, en la base aérea de Panamá.

Gabo armó un escándalo, el país vecino se conmocionó, la torre de control se ocupó del asunto, la seguridad estuvo buscándola sin éxito. Hasta que tan sigilosamente como había desaparecido, esta máquina, la bella, apareció. Happy end.

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En cambio, el final del pleito del aviso en “Visão” aún no se ha producido. Hoy cuando escribo en mi Olympia semi-portátil acerca de la propaganda de la Remington en que utilizan sin permiso el nombre de García Márquez, éste se encuentra en el Brasil. Allí le darían alguna razón sobre su demanda. De modo que en este momento García Márquez puede estar ganando un pleito brasileño y ya lo sabe.

*(Nota del editor) Consuelo Mendoza fue directora de la Revista Diners entre 1967 y 1994.

         

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febrero
2 / 2019