Marcel Proust no pudo enlistarse para pelear en la Primera Guerra Mundial
Camilo Sánchez
Su autor incrustó vivencias de su vida en una París asediada por los bombardeos alemanes.
En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (París, 1871-1922) es, entre tantas otras cosas, la crónica detallada de una época. La última parte se ocupa de la Gran Guerra desde la tras escena, desde la ligereza de los palacetes que tuvieron que cambiar el horario de sus veladas nocturnas porque escaseaba el carbón y la electricidad, desde los soldados lisiados que llegaban con historias escabrosas de las trincheras y desde una París que veía como el cielo se llenaba en la oscuridad de luces anti aéreas que parecían estrías brillantes que se cruzaban con las estrellas.
El escritor parisiense no publicó nada durante los cuatro años que duró el conflicto. Se enclaustró en su cuarto, aislado con corcho en las paredes, para escribir. Los acontecimientos en Europa lo llevaron a crear un nuevo capítulo donde el friso de personajes evocara sus opiniones y experiencias sobre la guerra. El último aparte se tituló El tiempo recobrado y es la representación de la vida civil en la capital francesa bajo los bombardeos.
El autor recogió información de los siete periódicos que leía a diario durante esos años, además de boletines con los mapas que emitía el Estado Mayor francés y las cartas que le escribían sus allegados desde el frente de batalla. A esto sumó su ingenio para redondear la novela. “Desgraciadamente he asimilado la guerra, no me puedo aislar; es menos para mí un objeto (en el sentido filosófico de la palabra), que una substancia entre yo y los objetos”, le escribió a su amiga, la princesa rumana Soutzo.
Entre sus fuentes contó con las cartas que se cruzaba con su hermano Robert, médico al igual que su padre, quien estuvo destinado en Verdun, al nordeste de Francia, donde se libró una de las batallas más sangrientas; el editor de la Nouvelle Revue Française, Jacques Riviere, quien fue capturado por los alemanes cerca de Sajonia; el escritor Alain Fournier, autor del clásico de la literatura francesa Le Grand Meaulnes, quien murió en 1914 en combate. Y finalmente, su gran amigo el pianista franco-venezolano Reynaldo Hahn, inmovilizado durante un tiempo en Albi, una pequeña población francesa de la región de Mediodía-Pirineos.
Proust tuvo un sentido de patriotismo mesurado y a veces ambiguo. En 1912 trató de enlistarse pero fue inmediatamente rechazado por su problema de asma. Dos años más tarde, durante la guerra, manifestó en cartas el dolor al enterarse de la tragedia de las familias y los soldados en duelo y de las dificultades de sus conocidos enlistados en el ejército galo. Por otra parte, sentía cierta distancia con el análisis nacionalista de los periódicos, que calificaba de “bestia”.
Trataba de rechazar, según se recoge en su correspondencia, el falso patriotismo “chovinista y xenófobo”. También criticó la germanofobia, que había logrado censurar de los repertorios musicales, e incluso de las conversaciones, a Wagner o a Schuman. “Leemos los periódicos como amamos, con una venda sobre los ojos. No buscamos comprender los hechos”, escribió el autor.
Para algunos escritores la perspectiva de Proust sobre la guerra no pasa de ser un tema de conversación entre los personajes. Estos se limitan a encontrase en un lugar u otro para hablar sobre los acontecimientos como lo harían sobre cualquier otra cosa. En palabras del historiador italiano Carlo Ginzburg, por su parte, El tiempo recobrado es una alusión al distanciamiento moral y social de un mundo dominante más que una cuestión sobre la guerra y la paz.
El capítulo también se revela como una representación compleja de la sociedad parisiense en guerra. La hipocresía de una aristocracia en declive cuyas impresiones del conflicto basculan según la ira de los titulares en la prensa. Pesa más la información distorsionada que la voz de los intelectuales.
Para 1917 París empieza a retomar de a poco la liviandad y frivolidad de la Belle Époque. Proust hizo del comedor del hotel Ritz su segundo hogar. Disfrutaba salir a dar caminatas nocturnas, bastón en mano, en las noches de bombardeos. No cuesta trabajo imaginárselo atravesando el suntuoso puente Alejandro III, inaugurado en 1900 para conmemorar la alianza franco-rusa, con el lamento de la sirena de la torre Eiffel de fondo, dando aviso de una incursión aérea y el estruendo hosco de los cañonazos como sello de un espectáculo descrito por el autor como una “convulsión geológica”. La guerra.