Crónica de lo que vi: el 7-1 de Brasil y Alemania
Adolfo Zableh
Yo no sé si ustedes sean conscientes de lo que pasó este 8 de julio en Belo Horizonte. No sé si, a pocas horas de ocurrido, entienden la magnitud del suceso. El 7-1 de Alemania a Brasil es el hecho más importante en la historia del fútbol. No hay Maracanazo, ni final de Champions del 99, ni 5-0, ni cabezazo de Zidane, ni gol de Maradona, ni Brasil 70, ni milagro de Berna, ni palo de Wembley, ni Barcelona de Guardiola que se le equipare. Y yo estuve ahí, por eso quiero contarles lo que vi.
Mientras Alemania anotaba goles (cinco en 18 minutos) en la tribuna de prensa nos mirábamos sin saber cómo poner en palabras lo que pasaba en el campo. De hecho, varias veces tuve que mirar el tablero del marcador para saber si eran tres, o cuatro los goles anotados. Al mismo tiempo tuiteaba convencido de que esto era, sin duda y después del Maracanazo, el suceso futbolístico más importante de todos los tiempos.
Pero luego empecé a dudar y un par de horas después de finalizado el juego cambié de opinión: lo del Mineirao superaba lo ocurrido en 1950.
Antes era muy fácil para los periodistas reportar un partido; sin televisión resultaba sencillo amplificar las jugadas, endiosar a los jugadores y magnificar los hechos hasta volverlos míticos. Alguna vez leí que cuando Pelé jugaba se paralizaban los relojes y ahora, curtido en la vida y en el Internet, sé que dicha frase es solo palabrería sin sentido y que por muy bueno que fuera Pelé, no era más que un ser humano. En las crónicas que he leído del Maracanazo se registran suicidios colectivos, llanto interminable en las calles y un estadio en silencio. Se dijo incluso que Jules Rimet le entregó la copa a Obdulio Varela por casualidad ya que no lo podía encontrar en el estadio y que el capitán uruguayo salió era noche a llorar con los hincas brasileros y que los consoló al calor de unas copas sin que éstos pudieran reconocerlo. Yo ya no me creo nada y podría jurar que no ocurrió ni la mitad de aquello que se cuenta.
No se trata de restarle dimensión al Maracanazo, que perder de local una final que sobre el papel estaba ganada sobre tiene lo suyo, pero de finales perdidas por equipos favoritos está lleno el fútbol. Lo que pasó ayer, en cambio, no tiene parangón, no hay acontecimiento con el que pueda equipararse. Y lo que pasó es muy sencillo: A Brasil, el país del fútbol, le metieron siete goles de local en una semifinal del mundo.
Tan aplastante como suena, y yo no vi ríos de hinchas llorando ni suicidios colectivos. Vi, eso sí, caras tristes, y una que otra lágrima. Estuve en Belo Horizonte hasta la una de la mañana rodeado de fanáticos locales que se querían ir a la casa o a la mierda, lo que encontraran primero, pero con los ojos secos y ganas de seguir viviendo.
Qué fortuna haber estado en el Mineirao viendo la historia. Sé que no me lo merezco, pero ahí estuve. Vi cantar el himno antes del juego y dije “estos brasucas con todo y lo limitados se van a comer a los alemanes”, pero gritar el himno no gana partidos. Por fútbol iba por Alemania, pero en secreto quería una final Brasil – Argentina y una victoria gaucha en Río de Janeiro a ver si me tocaba en suerte otro Maracanazo. No sabía que lo que me esperaba era mucho mejor.
El primer gol alemán fue idéntico al primero de Brasil a Colombia: centro pasado, todos los defensas al primer palo, arquero que deja pasar la bola y anotador que aparece cómodo en el segundo. Lo grité, no porque estuvieran vengando a Colombia, sino porque no hay nada más lindo que en una copa del mundo eliminen al local. Nada mejor en la vida que ver fiestas arruinadas. De ahí en adelante no puedo explicarles lo que pasó porque no me acuerdo. Solo tengo registrado un grito detrás de otro, cogerme la cara con un asombro como si fuera brasilero (o alemán) y contar (mal) los goles.
También recuerdo oír abucheos contra Fred (como si él tuviera la culpa) y haber pensado que mucha mala clase Neuer no haberse dejado hacer un par de goles más para que el marcador no fuera tan escandaloso. Otra cosa que no se me olvida es que el partido pasó del 8-0 al 7-1 por culpa de Ozil, un virtuoso sin carácter que se comió el octavo de su equipo y permitió el ataque de Brasil que terminó en el tanto de Óscar. Luego del descuento, el volante del Arsenal fue regañado por Schweinsteiger. O no sé si regañado, pero al menos el del Bayern sí le habló fuerte y le manoteó como si le estuviera reclamando su displicencia frente al arco rival segundos antes.
Luego del juego y antes de la rueda de prensa vi la repetición de los goles y les puedo jurar que aún se me confunden unos con otros. Ya en la conferencia después del partido, la cara de Luiz Felipe Scolari era de no creer, por eso la escogí para abrir esta breve crónica. Era la cara de un loco, un loco que alguna vez fue genio por darle a este país un título mundial, pero que este martes no pasaba de ser la de un pobre hombre que lo único que necesitaba era un abrazo de su madre.
La derrota del 50 propició cosas como cambiar el uniforme: del tradicional blanco con vivos verdes al amarillo, azul, blanco y verde de hoy. También convirtió a Barbosa, el arquero, en un villano, en el innombrable. Hoy hay 11 Barbosas. Qué once, 24, porque en ese combo también están los ausentes Neymar y Thiago Silva y el mismo entrenador.
Hoy no han hablado de cambiar los colores del equipo, pero esta mañana tocaban en un programa de televisión la posibilidad de contratar un técnico extranjero, algo que hace 24 horas era impensable. El miedo de este 7-1 es que tenga que reinventarse el fútbol en este país de 200 millones de habitantes y que el mundo le pierda el respeto a Brasil, lo que también es un reto y tiene de paso su lado bonito. El miedo, para los apegados a la tradición, es que Brasil no se levante de esta, que se vuelva un Hungría, un Checoslovaquia, un Uruguay. Yo digo que Brasil se levanta de esto y golpeará con fuerza, que algún día volverá a alzar la copa pese al dolor de lo de Belo Horizonte, pero no me hagan caso, que no tengo ni idea de lo que digo.
Qué fortuna haber estado en el Mineirao, repito. Qué dicha haber visto a esta Alemania que se ve madura después de dos finales y tres semifinales perdidas de forma consecutivas. Hace ocho años estuve en Dortmund cuando Ronaldo marcó su décimo quinto gol y le quitó el récord a Gerd Muller. Ayer vi a Miroslav Klose anotar por décima sexta vez y dejar sin récord a Ronaldo. Entre un mundial y otro, asistí en 2010 en una conferencia de prensa donde el mismo Gerd Muller decía que Klose nunca iba a superar a Ronaldo; hoy me alivia comprobar que hasta los mejores se equivocan en sus pronósticos.
El que parece que no se va a equivocar es Lothar Matthaus, campeón en 1990, que esta semana afirmó que, a diferencia de Brasil, Alemania no tenía que ganar el mundial, pero que quería y podía. Ignoro si los alemanes podrán repetir el domingo en el Maracaná lo que le hicieron a Brasil, no sé siquiera si vayan a salir campeones, solo dos cosas me quedan claras: La primera es que, después de la tragedia del 50 y de la de Belo Horizonte, Brasil no va a volver a pedir un mundial nunca más; la segunda es que ganarle a esta selección anfitriona no era cuestión de árbitro sino de carácter.