García Márquez y el arte de escribir
Juan Carlos Botero
Gabriel García Márquez es el novelista más importante de Colombia del siglo XX y, sin duda, de toda su historia literaria. Más aún, es probable que sea el novelista más destacado, en lengua castellana, desde Miguel de Cervantes. Así lo señaló Pablo Neruda en varias ocasiones, y así lo repetía el catedrático de Harvard, Juan Marichal, cada vez que podía. Incluso con el paso del tiempo, ese veredicto no sólo se escucha con mayor frecuencia, sino que parece más justo. Sin embargo, un juicio de ese calibre es correcto, en parte, porque la historia favorece al colombiano, A diferencia de otras culturas en las que la creación de grandes novelas ha sido casi permanente, en la hispanoamericana los vacíos son abismales. “El idioma inglés posee una tradición ininterrumpida”, explica Carlos Fuentes.
En cambio, “el castellano sufre un inmenso hiato entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del siglo XVII, sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta que fue un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX, Rubén Darío; y una interrupción todavía mayor entre la más grande novela, la novela fundadora del Occidente, Don Quijote, publicada en 1605, y los siguientes grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX”.
Para tener una idea más exacta del tamaño de este cráter, y de la diferencia que existe entre nuestra lengua y otras en el arte de la novela, recordemos que Galdós nació en 1843, el mismo año de Henry James. Para entonces, Stendhal ya había muerto; a Balzac le quedaban siete años de vida; Flaubert ya estaba escribiendo; Tolstoy y Dostoievski también; y autores del tamaño, de Víctor Hugo, Dumas, Dickens, las hermanas Brontë y Mellville, ya estaban creando grandes novelas. El castellano tenía novelistas, desde luego, pero eran talentos menores en comparación con estas figuras colosales.
Y en el caso de Colombia, el cráter es todavía más evidente: nuestra primera gran novela, María, de Jorge Isaacs, se publicó diez arios después de Madame Bovary, y mientras que en 1924 se proclama La vorágine como un acontecer literario (y para América Latina lo era), dos años antes se había publicado Ulyses, de James Joyce. Es cierto: al analizar la novelística en español, después de Cervantes se extiende un vacío de siglos, y luego, cuando el género por fin recupera su prestigio, la mayoría de los autores más valiosos son latinoamericanos. Entre ellos, García Márquez ocupa un lugar cardinal.
Pero si en comparación no existe, por decirlo de alguna forma, el concurso en nuestra lengua que hay en otras, no por eso el mérito de García Márquez es menos grande. En medio de la explosión de novelistas en castellano de este siglo, quizás él es el más leído, el más estudiado y el más traducido de todos. Pocos han creado una obra más perdurable (con la posible excepción de Rulfo), y a la vez tan vasta y extensa, de mayor aliento y, sobre todo, de mayor universalidad. Aun así, en Colombia proliferan juicios como: “García Márquez es apenas un buen periodista que captó lo que aquí vemos todos los días”. Sí: esa realidad la vemos a diario, pero nadie la había rescatado de la banalidad de lo cotidiano ni la había elevado a las cimas del arte universal antes del colombiano. Esa es la diferencia, y ese es su aporte. La prueba es que si enviaran al mejor periodista del planeta a la costa atlántica, jamás escribiría Cien años de soledad. En efecto, si hoy interpretamos nuestra realidad como macondiana, es gracias a la obra de García Márquez, y no al revés.
Como todo gran novelista, el colombiano ha impuesto su manera de percibir el mundo y al mismo tiempo ha creado un mundo nuevo. Su genialidad no sólo consiste en reflejar la realidad (para eso basta la prensa), sino en aportar otra: la suya. Las grandes novelas reflejan, sin duda, pero su auténtico valor radica en lo que añaden. Y en el caso de las de García Márquez, lo que añaden es un mundo verbal autónomo, rico en personajes e imaginación, y que además ilumina, con el fulgor de las obras de arte, el mundo real. A veces, inclusive, es tan poderosa la suplantación, que caminando por América Latina, en vez de ver la realidad, vemos el mundo del colombiano. Entonces decimos: “Esto es Macondo”.
García Márquez ha escrito varias novelas que perdurarán en el tiempo. Futuras generaciones admirarán la paciente dignidad del viejo coronel, podrido en la miseria, de El coronel no tiene quien le escriba; se sorprenderán con el honor que esclaviza, como un destino fatal, a los personajes de Crónica de una muerte anunciada; se deslumbrarán con la prodigiosa espiral de tiempo y palabras que retrata la soledad del poder en El otoño del patriarca; admirarán la fuerza del amor que vence el paso de los años en El amor en los tiempos del cólera; y quedarán atónitos con la fantasía y la aventura de los Buendía en Cíen años de soledad. Estas novelas deleitan, entretienen y apasionan, pero son, ante todo grandes obras literarias: es decir, realidades verbales que esclarecen los rincones más recónditos del corazón humano.
El colombiano, incluso, ha escrito libros que bordean la perfección. Libros completos, redondos, sin fisuras, ni resquicios, de técnicas y arquitecturas magistrales, donde no falta un punto ni sobra una coma, como El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada, y Cien años de soledad. Obviamente, en el arte no existe la perfección. Pero el éxito de estas ficciones consiste en aparentarla, en imponer una contundencia, que no deja lugar a dudas. Al concluir estas obras, queda un aroma de fatalidad, como si el texto dijera: “Así está hecho, y solo podía ser de esta manera”
Pero Garcia Márquez es importante por otras razónes. Junto con el realismo mágico, aquel recurso para describir nuestra realidad donde lo mítico y lo concreto se entrelazan con la destreza de un orfebre, él ha compuesto una de las prosas más melódicas que conoce. Su estilo está hecho de una escritura que hechiza, cuyo ritmo, transparencia y armonía ejercen un efecto que deslumbra. En la frase de Borges, es su “música verbal” su gran creación: la que envuelve al lector y lo seduce sin remedio.
Pocos autores en castellano, entre ellos Rulfo y Lezama Lima, han estado más atentos a la musicalidad de la prosa como García Márquez. Y en su caso, esa escritura puede paladearse y saborearse, una y otra vez, sin agotarse jamás. De otro lado, García Márquez fue de los primeros en Colombia en advertir que la literatura de la violencia no podía limitarse a un catálogo de muertos. Comprendió, quizás antes que nadie, que la tragedia de nuestra historia no radicaba en los cadáveres, sino en los supervivientes, y por eso buena parte de su obra transcurre en paréntesis de paz: lugares donde acaba de pasar la guadaña de la violencia, donde intuimos que pronto regresará, y en esa tensión los protagonistas sobreviven en medio del horror.
Finalmente, García Márquez, abrió los ojos al mundo moderno de las letras. Le dio bienvenida a lo que otros, por el nacionalismo del momento condenaban, como la saludable influencia de Joyce, Woolf, Kafka, Hemingway y Faulkner. Curiosamente, gracias a esa lúcida apropiación de lo foráneo, junto con su temática personal y colombiana, García Márquez alcanzó la universalidad.