El más grande actor de todos los tiempos

Así calificó el poeta Alexander Pope a David Garrick, el famoso intérprete inglés del siglo XVIII que adaptó las obras de Shakespeare. Por Gonzalo Mallarino.
 
El más grande actor de todos los tiempos
Foto: "Garrick como Ricardo III", por William Hogarth, 1745
POR: 
Gonzalo Mallarino

Revista Diners de mayo de 1987. Edición Número 206.

Sir Laurence Olivier ha publicado otro libro autobiográfico sobre su época en el teatro y el cine, y a propósito del arte de la interpretación teatral. Ya había escrito en 1982 las Confesiones de un actor, con sus reflexiones, análisis e historias, hasta ese momento.

El último en aparecer se llama On Acting, Sobre la actuación, podríamos traducir, o Sobre la interpretación teatral. Pero, en éste tampoco se restringe al solo tema del arte y la técnica de encarnar personajes teatrales.

Graw Grainger, el joven actor que dio forma escrita a las muchas horas de cinta grabada con las nítidas remembranzas y reflexiones de este actor, realizador y acholar del teatro, logró conservar todas las facetas del personaje Olivier a sus 78 años.

En ese momento, Olivier afirma que se ha ganado la corona del actor paradigmático que llevara Garrick.

En efecto, parece innegable que, entre los actores actuales de gran cultura, entre quienes han hecho los papeles más exigentes del teatro clásico de todas las épocas, Sir Laurence Olivier es el que tiene un renombre más extendido en todos los países del mundo, los grupos de edad y las clases socioculturales.

¿Y este Garrick quién era?

David Garrick (1717-1779), de ascendencia francesa, los Garrique de Bordeaux, llegó a ser amigo de la nobleza y de los hombres de letras más insignes de su tiempo. Pitt, ese estadista gigantesco lo vio y quedó bobo.

Pope, el gran poeta de la época fue a verlo, cuando Garrick comenzaba, lo juzgó en tres papeles distintos en semanas consecutivas, y decidió que era el mejor actor que había nacido y que llegaría a existir.

De muchacho, en Lichfield, fue discípulo, en una academia que quebró, de nadie menos que el doctor Samuel Johnson, quien en 1736 era apenas nueve años mayor que Garrick.

Parece que a ese monstruo de originalidad crítica y férreo buen sentido, lo que le gustaba de Shakespeare era que lo hiciera Garrick. Tenía una tragedia escrita cuando conoció al actor, que aún no lo era y estaba en plan de formarse en las letras y las artes.

Al quebrar la academia, se fueron juntos para Londres y poco más tarde ya había tomado cada cual su camino a la inmortalidad.

El de Garrick por poco se frustra por pura buena suerte. Un tío suyo se murió y le dejó mil libras, con las cuales abrió un negocio de vinos en compañía con su hermano. No es impensable, aunque no lo dicen sus biógrafos, que el pantagruélico doctor Johnson le ayudara a consumir parte del negocio.

Uno se los imagina, con Boswell y quizás Pope, hablando de teatro alrededor de una barrica. El caso es que en 1741 habían perdido cerca de la mitad del capital, y quinientas libras no eran maní en esa época.

Garrick escribía para el teatro- tenía ya escrito un drama: Esopo en las sombras- y frecuentaba a la gente de las escena. En algún pueblo cercano de Londres se puso enfermo un actor. David lo reemplazó de modo excelente.

Regresaron de prisa a Londres y Garrick empezó en firme a un lugar más bien arrabalero llamado Goodman’s Fields, que fastidiaba mucho a los grandes empresarios de Convent Garden y Drury Lane.

Uno de ellos lo contrató por sus primeros seis meses en Drury Lane. El actor de 24 años hizo dieciocho papeles de toda clase en ese medio año, y se convirtió de entrada en una leyenda. Era algo más bajo que de mediana estatura, bella figura y bella voz.

Su naturalidad era perfecta en cada matiz de los caracteres más diversos, y su repertorio de recursos, como su inventiva, le revelaron a un público ya muy saturado de cultura teatral, una nueva estética dramática, montada sobre un realismo psicológico del mejor gusto.

Lo que la gente experimentaba al verlo era pura dicha. Tenía una intuición global de lo teatral y una penetración tan clara de los personajes, sus proporciones y sus intenciones que adaptó, comenzando por obras de Shakespeare, todo el teatro que se hacía en su tiempo, de forma que lograba la máxima eficacia expresiva y la más bella lógica en el desarrollo. Sus propias obras y adaptaciones se han publicado en cinco sólidos volúmenes.

Si era soberbio como Olivier- y un crítico dice que afortunadamente Sir Laurence lo es-, no sabemos. Pero que se ponía su precio es evidente. Se volvió empresario al comprar la concesión del teatro de Drury Lane en sus dos tercios por ocho mil libras, y le sacó una respetable fortuna.

Viajó, actuó en varias ciudades, como coprotagonista y tentaciones de juventud, la señora Margaret (Peg) Woffington, que según parece a todas luces, estaba deliciosa.

Hizo su amante de esta maravilla. Pero como luego- y tal vez desde antes- se mostrara algo casquivana (Fast se dice de esta cualidad negativa de las señoras, que se considera positiva en los caballos de carrera.

Fast women and slow horses son las causas de la perdición de los hombres, y es a estos slow horses a los que debiera llamarse casquivanos) la dejó después de un par de giras por Irlanda y se casó con una bailarina alemana, bella también, dulce y seriecita, que lo cuidó hasta su muerte y lo sobrevivió largos años.

Compró tierra en Hampton en medio del paisaje rural más hermoso del mundo y se hizo construir una villa principesca, que compartía con la dulce Ana María Veigel, cuando no estaba de temporada en Drury Lane.

En un viaje a Italia, el eterno viaje a Italia de los ingleses de altos ingresos y cultura escogida, se puso muy enfermo y estuvo varios meses fuera del teatro. No parece que haya sido de melancolía, como insinúa el autor de los versos españoles que terminan diciendo: “¡Yo soy Garrick, cambiadme la receta!”. Más bien parece que fue la malaria, tan italiana entonces como el Bardolino o el Chianti.

Regresó, se curó y entabló una polémica con el actor y hombre de teatro Barrie, quizás antepasado del dramaturgo del siglo XIX. Barrie fue acaso el único actor de esa época que medio alcanzó a rivalizar con nuestro David, desde luego sin llegar a hacerl más sombra que la que puede proyectar un gato corriente sobre pura sangre.

La polémica se conserva. Al parecer el doctor Johnson alude a ella en alguno de sus artículos sobre la interpretación teatral. No es de extrañar que estuviera del lado de Garrick. Y tener uno de su lado a Samuel Johnson en una polémica en lengua inglesa era como estar apoyado por el Padre Eterno en una discusión teológica. Ganaron los buenos.

En 1766, antes de cumplir cuarenta años, David Garrick dejó la actuación. Quizás había echado ya algo de carnes y era más autocrítico, digamos, que Elizabeth Taylor. Se despidió con una temporada en la que montó una serie de obras de Shakespeare, Ben Johnson, Voltaire, Vanbrough y otros, cuyos papeles centrales eran sus favoritos.

No parece haber memoria de un despliegue igual de gran actuación. Voz, ademanes y movimiento expresivo convincentes y nobles, o sorprendentes y graciosos, sin una falla. Y parecía ser su condición más intensa y fascinante, la mirada fulgurante o mansa de la que los espectadores no podían quitar los ojos, y que daba el tono íntino de la vida de los personajes.

Siguió siendo empresario, participando en la vida intelectual o mundana de Londres y sus estaciones veraniegas, y escribiendo. Fue uno de los pocos en reconocer el valor de las primeras odas de Thomas Gray, a pesar de que este eterno undergraduate en Derecho, de Cambridge, estaba momentáneamente de pelea con Horace Walpole, con quien no era discreto estar en desacuerdo. Era otra locomotora cultural Mr. Walpole. Pero Garrick tenía un oído impecable y el valor de sus convicciones.

Entre sus obras de teatro originales de más éxito, éxito que parece haber sido inseparable de su interpretación por el autor, están El guardián y El valet mentiroso. Sus adaptaciones, muchísimas y siempre acertadas.

Los directores y actores ingleses reciben aún como base de su formación sus famosas acotaciones a las más grandes obras del Bardo y su progenie. Dejó en colaboración con Colman The clandestine marriage, comedia encantadora de intriga y galantería que sirvió de libreto a la famosa ópera El matrimonio secreto de Domenico Cimarosa. Hay varios retratos suyos, el más conocido el de Gainsborough.

         

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agosto
11 / 2017