La Gaba: Mercedes Barcha
Consuelo Mendoza
Cuando Mercedes Barcha viajó por primera vez al exterior y llegó a Caracas parecía una persona tímida, común y corriente, con las faldas angostas, un poco más largas de lo que se usaba entonces, y el pelo lo llevaba corto con una permanente que le favorecía poco. Se acababa de casar en Barranquilla el día de la primavera con su novio de toda la vida: Un periodista y escritor que años atrás tuvo que viajar a Europa como enviado especial de El Espectador a una reunión en Ginebra, pero que luego se quedó en París más tiempo del previsto.
La novia tenía quien le escribiera
Todos los lunes, miércoles y viernes, durante tres años, este novio fiel le escribió a Mercedes Barcha cartas que no contenían ni versos ni románticas frases a lo Pérez y Pérez.
Tiempo después en Caracas, las cartas tomaron un rumbo insólito. Su marido le propuso comprárselas y Mercedes se las vendió por doscientos bolívares. Aquellas hojas escritas por Gabriel García Márquez, unas a mano, otras a máquina, legajadas cronológicamente en dos fólderes, quedaron achicharradas por las llamas en pocos minutos.
Un amor que esperó
Alguien contaba que Gabo en París había tenido una novia española que hacía teatro y a quien tal vez quiso muchísimo. Pero no se casó con ella porque sabía que aquella muchacha de Magangué que había conocido desde pequeña –las familias eran amigas–, que estudiaba bachillerato y que lo estaba esperando quién sabe hasta cuándo, sería “su mujer”. Y así lo ha sido por más de 19 años.
Cuando agonizaba la dictadura de Pérez Jiménez, Gabo viajó de París a Caracas en 1957, invitado por Plinio Apuleyo Mendoza para trabajar en llave. Primero estuvieron en Elite y después en Momento. Un fin de semana de mayo del 58 vino a Barranquilla para ponerse su vestido azul oscuro de matrimonio que luego usó en Caracas cuando menguaban los calores del verano. También con Mendoza regresaron al país en el 59, para establecer en Bogotá la agencia de noticias de la revolución cubana, Prensa Latina.
En el apartamento de la 60 con Cuarta, Rodrigo García Barcha tuvo que aprender a dormir con el bullicio de las reuniones frecuentes que informalmente hacían los Gabos. Era un apartamento amplio, sencillo, vivamente decorado con un sofá, una mecedora y algunos cojines. En ocasiones había que sacar el colchón de Eduardo Barcha, hermano de Mercedes, y cuando éste llegaba de la universidad, veía su cama convertida en asiento y ocupada a veces por Jorge Child, Cecilia Porras, Germán Vargas, o Hernán Vieco, o los Mendoza y por tantos otros amigos y le tocaba encerrarse a estudiar su periodismo al pie de Rodrigo mientras éste tomaba su tetero de la media noche.
Mientras tanto, Mercedes, ahora desenvuelta y divertida, ensayaba exóticos platos que Gabo le había enseñado. “Él sabía cocinar. Yo no –dice–. Pero ahora sé más”. Y aquellas fiestas terminaban con canciones a Cristo Rey que generalmente entonaba Pedro Acosta y que hacían llorar a Ligia, una de las hermanas de Gabo que venía a Bogotá de visita y no salía a la fiesta. Prefería rezar por los amigos de Gabito que se iban a “condená”.
La gloria errante
Prensa Latina nombró a Gabo su agente en Nueva York. Allí permaneció poco tiempo. La segunda declaración de La Habana obligaba a los Gabos a emigrar hacia México. Fue una larga travesía en carro, en tren, sin plata y con niño en brazos. La Habana no había girado las prestaciones de García Márquez. Con la suerte se instalaron en México. Allí se vendieron por primera vez los derechos para cine de El coronel no tiene quien le escriba, y allí también nació Gonzalo. Tiempo después Gabo daba a luz Cien años de soledad. Desde entonces Mercedes ha viajado con su marido, sus hijos y el prestigio por todo el mundo. Roma, Londres, España han sido su residencia. Vive con la fama de García Márquez sin afectarse. No obstante la figura de la mujer del escritor no es conocida, quizá por la aversión que les tiene a las fotografías.
Chismes para Gabito
Mercedes es en su casa una perfecta anfitriona, le agrada la buena mesa y atender bien. Cuando recibe, vestida con un elegante Balenciaga, o un vestido de Pucci y sobrias joyas, adquiere cierta sofisticación que a veces la asemeja a la Farah Duba. Pero ella sigue siendo la misma Mercedes de slacks y suéter que durante un día revolotea por la casa arreglando matas que son su debilidad o poniendo una rosa roja en el escritorio de su marido antes que empiece a trabajar (lo ha hecho toda su vida de casada porque a él le gusta), leyendo lo que encuentra “para contarle todos los chismes a Gabito” o archivando muchas de las cosas que sobre él se escriben. “Tengo varios álbumes de críticas que han salido en periódicos y revistas.
Lo que vale la pena, porque con tanto viaje nos llenaríamos de papeles. Por ejemplo, tengo unas cartas escritas a cuatro manos por dos muchachas de Sofía (Bulgaria) que son muy divertidas. Guardo las cosas según el texto. Y desde luego guardo también en sitio especial las condecoraciones: El premio Rómulo Gallegos, el doctorado Honoris Causa de la Universidad de Columbia, de Nueva York, el Book Broths de Oklahoma, las medallas de miembro de la Academia de Artes y Letras de Nueva York”.
De los libros de Gabo solo dejan tres de cada edición (en diferente idioma) y las obras que envían las amistades no todas quedan en la biblioteca de los Gabos porque llenarían muchos estantes
Las dos obras maestras
Quizás el éxito de este matrimonio es el buen humor de los dos, o mejor, de los cuatro porque Rodrigo y Gonzalo son unos “mamagallistas” eternos como su padre. “Pero a veces uno se cansa –dice mercedes–. ¿No ves que son tres contra una?”. “Yo soy la mejor obra del escritor” –dice Rodrigo–. “Pero yo soy la más exclusiva” –comenta Gonzalo–. Son unos muchachos altos, sanotes (17 y 14 años), de ojos grandes y burlones. Moreno el uno y de pelo castaño claro el menor. Rodrigo parece una edición mejorada de su tío Eduardo Barcha y Gonzalo tiene algo de Gabo, aunque también se parece a su mamá. Hablan con acento revuelto entre costeño, español y mexicano, pero entre ellos prefieren dialogar en inglés. Juntos estudian en un colegio bilingüe, en México.
Ni Mercedes ni Gabo pretenden que sean escritores. Hasta hace poco Rodrigo comentó: “Papi, ¿sabes qué? Me gustó Cien años de soledad”. Y Gonzalo está leyendo actualmente la edición inglesa de El otoño del patriarca. Los Gabos no se interesaron porque leyeran las obras, sino hasta cuando espontáneamente lo quisieran los muchachos.
Pero eso sí, participan de todas las charlas de la casa. Su papá se divierte de oírlos y la Gaba se hace la que no les pone atención a sus tomaduras de pelo. Son charlas y chanzas que no puede escuchar el chofer que tienen en Ciudad de México, cuando la familia se dirige los fines de semana a su casa de Cuernavaca. Es que el conductor es sordo. “Cuando mi mamá lo contrató no se dio cuenta. Solo cuando mi papá lo interrogó hubo el siguiente diálogo”, cuenta Rodrigo:
–¿Cuántos años hace que maneja?
–Sí, claro, señor, pueden estar tranquilos.
–¿Conoces bien las vías?
–No, nunca. No se preocupe señor.
–¿Ha chocado alguna vez?
–Sí, siempre, a la orden.
Cuando papá comenta: Mercedes, qué bueno es tener un chofer sordo, el conductor voltea y dice:
–Sí, sí, muy bien señor García.
Y Gabo no dudó un instante en contratar a este chofer.
Sí, tal vez es la misma Gaba que llegó a Caracas en 1958 y leyó por primera vez una obra de García Márquez: La hojarasca. La misma que no pretende ser intelectual, que es una perfecta ama de casa y cuya mayor labor ha sido, sin quererlo, ser la base más sólida de uno de los más grandes escritores de los últimos tiempos.